El silencio entre ellos se había hecho cómodo. O, al menos, soportablemente íntimo.
La cocina estaba en penumbra, iluminada por una sola lámpara cálida que proyectaba sombras suaves sobre los azulejos de mármol. Isabella sostenía la taza de té entre sus manos, aunque no bebía. Marcos la observaba de perfil, con el pecho aún desnudo, el cabello desordenado y la mirada fija en ella como si el mundo no existiera fuera de ese instante.
Ella sentía su cercanía.
Demasiado.
El calor que irradiaba su cuerpo.
El sonido leve de su respiración.
El modo en que su presencia parecía envolverla sin tocarla.
Hasta que lo hizo.
—¿Puedo? —murmuró, sin esperar permiso, acercándose con lentitud.
Su mano rozó primero su hombro, donde la seda de la bata era apenas una segunda piel. Luego, con la yema de los dedos, acarició el lateral de su cuello.
Un roce sutil. Preciso. Como si hubiera ensayado ese contacto mil veces en su cabeza.
Isabella cerró los ojos.
Podía sentir la electricidad subirle por la espald