El reloj marcaba la 1:18 p. m. cuando el médico entregó los últimos papeles.
—La señorita Sofía Romano puede irse a casa. Respondió muy bien al tratamiento, pero necesitará reposo, buena hidratación y observación constante.
Isabella respiró profundo, como si el peso del mundo se le deslizara de los hombros. Acarició el rostro tibio de su hermana, quien le sonrió desde la camilla.
—¿Puedo ver dibujos animados en pijama?
—Los que quieras —susurró Isabella, emocionada—. Esta semana eres la reina de la casa.
Marcos, apoyado contra la pared con las manos en los bolsillos, observaba la escena en silencio. No dijo nada, pero su expresión —serena, firme, atenta— bastaba.
Cuando Isabella se giró, él ya hablaba con la enfermera, firmando los papeles del alta como si fuera el padre legal de la niña. Ella frunció el ceño y caminó con paso rápido hacia él.
—¿Qué haces?
—Lo necesario para que salgan rápido de aquí.
—No tenías que…
—Lo sé —la interrumpió, sin levantar la mirada del formulario—. Pero