La madrugada cayó con un silencio espeso sobre el hospital. Las luces fluorescentes del pasillo parpadeaban con pereza, y el sonido lejano de una máquina de oxígeno llenaba el aire con un ritmo constante. En la habitación número 217, el aire parecía aún más frío que el resto del edificio.
Sofía dormía profundamente, conectada al suero, con la mejilla hundida en la almohada blanca. Isabella estaba sentada junto a la camilla, con una manta delgada sobre las piernas. Sus ojos estaban fijos en su hermana, pero su mente estaba a kilómetros de allí.
Una punzada de miedo le recorría el pecho con cada respiración de la niña.
—No vuelvas a enfermarte así, ¿sí? —murmuró apenas, acariciando la mano de Sofía con suavidad—. No me hagas esto otra vez.
Del otro lado de la habitación, en un rincón oscuro, Marcos permanecía sentado en una silla incómoda, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas estiradas. No se había dormido ni un segundo, aunque fingía descanso. Estaba allí desde que Isab