La noche estaba cubierta por una neblina espesa. El silencio del vecindario era tan profundo que podía oírse el crujido de las hojas cuando el viento soplaba. Eran casi las once y media cuando los faros de un automóvil se detuvieron frente a la mansión de Isabella.
El motor se apagó, pero el corazón de Marcos latía como si aún siguiera corriendo.
Habían pasado tres semanas desde aquella noche en el restaurante. Tres semanas de insomnio, de whisky, de gritos ahogados, de llamadas sin respuesta. Tres semanas de un infierno que lo consumía poco a poco.
No podía soportarlo más. No podía seguir fingiendo que podía vivir sin ella.
Salió del coche y se acercó a la puerta principal. Sus pasos resonaban sobre el suelo mojado por la lluvia de horas antes. Llevaba el rostro cansado, la barba crecida, los ojos rojos y una mezcla de desesperación y orgullo en cada respiración.
Le temblaban las manos.
Le dolía el alma.
Tocó la puerta una vez.
Nadie respondió.
Tocó de nuevo, con más fuerza.
Nada.
—¡