El sol comenzaba a filtrarse entre las cortinas, iluminando con suavidad la habitación de Isabella. El amanecer traía consigo una tibieza distinta, como si el cielo intentara recordarle que aún había vida más allá del dolor. Por primera vez en días, Isabella se incorporó con un leve suspiro. Sus ojos todavía estaban hinchados por las lágrimas, pero dentro de ellos había algo nuevo: una chispa diminuta de determinación.
Caminó hasta el baño arrastrando los pies, y al mirarse al espejo sintió un nudo en el estómago. Apenas se reconocía. Aquella mujer que la observaba tenía el rostro pálido, los labios secos y una tristeza tatuada en la mirada.
—Ya basta, Isabella —susurró con voz temblorosa—. No puedes seguir así. No puedes seguir muriendo por dentro por alguien que no volverá.
Abrió la ducha, y el agua caliente cayó sobre su piel como una caricia de alivio. Dejó que se llevara los restos del llanto, la culpa, la rabia. Cerró los ojos, dejando que las lágrimas se confundieran con el agu