El silencio de la habitación solo era interrumpido por el suave roce de las cortinas al moverse con el viento.
Isabella estaba frente al espejo, aún con el corazón acelerado. Apenas podía creer lo que había sucedido. Su piel todavía recordaba el calor de sus manos, el roce de sus labios, el peso de su mirada.
Marcos la observaba desde el sofá, con el torso desnudo y una calma que contrastaba con la confusión que la dominaba a ella. En sus ojos había una mezcla de deseo y satisfacción que la desarmaba por completo.
Sin decir una palabra, él se levantó y caminó hacia un mueble al lado de la cama. Tomó una caja de madera y la abrió frente a ella. Dentro, perfectamente doblada, había una muda de ropa nueva: una blusa blanca de seda, una falda color crema y unos tacones elegantes.
—Esto es para ti —dijo con voz grave—. Sabía que no querrías volver a casa antes de ir a la oficina.
Isabella lo miró sorprendida.
—Marcos, no debiste hacer eso…
—Sí debía —interrumpió él, acercándose lentamente—