El reloj marcaba el inicio de la jornada laboral, y la empresa ya se llenaba del murmullo de teclados, pasos apresurados y teléfonos sonando. Isabella sostenía una carpeta entre sus manos, respirando hondo antes de subir al despacho del director. Había dormido poco; el recuerdo de la noche anterior la tenía inquieta, y cada vez que pensaba en Marcos, su corazón latía con fuerza traicionera.
Golpeó la puerta suavemente.
—¿Se puede? —preguntó, asomándose con cuidado.
Nadie respondió. La oficina parecía vacía. Las cortinas medio cerradas dejaban pasar una luz dorada que bañaba el escritorio, y el aire olía ligeramente a su colonia. Isabella entró, cerrando la puerta tras de sí.
—Solo vengo a dejarle los documentos del nuevo contrato… —murmuró, más para sí que para alguien más.
Se acercó al escritorio y dejó la carpeta ordenadamente. Pero justo cuando se dio la vuelta para marcharse, sintió cómo unos brazos fuertes la rodeaban por detrás.
—Buenos días —susurró Marcos en su oído, su voz ro