El sonido metálico del ascensor marcó el final de su tenso silencio. Isabella y Marcos bajaron juntos, sin cruzar palabra. El aire entre ellos era espeso, cargado de emociones no resueltas, como si cada respiración pesara.
El vestíbulo que conducía al estacionamiento estaba casi vacío. Solo se escuchaban los pasos de ambos resonando en el suelo pulido. Isabella, aunque seguía débil, caminaba con la cabeza en alto, aferrada a su bolso como si fuera su escudo. Marcos iba a su lado, sin dejar de observarla de reojo, con el ceño ligeramente fruncido, intentando adivinar lo que pensaba.
Pero al cruzar la puerta de vidrio que daba acceso al estacionamiento, la tensión se transformó en algo más.
Allí, apoyado en un auto negro, estaba Fernando Larrelde.
Marcos se detuvo en seco. Su expresión, ya de por sí fría, se endureció por completo. La mandíbula se le contrajo, los músculos de sus manos se tensaron hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—No puede ser… —murmuró con voz grave, casi