El reloj marcaba casi las once cuando escuchó pasos pequeños bajando por las escaleras. Isabella levantó la cabeza con esfuerzo justo a tiempo para ver a Sofía aparecer, con el cabello un poco mojado y su pijama rosada arrugada.
—Isa… —susurró la niña, deteniéndose a mitad de la escalera—. Escuché que hablaban hace rato. ¿Quién vino?
Isabella forzó una sonrisa.
—Fernando. Me trajo a casa.
Sofía bajó los últimos escalones corriendo y se acercó al sofá. Al verla de cerca, su expresión cambió de inmediato: la piel de su hermana estaba pálida, sus ojos enrojecidos, y el cansancio era evidente.
—¡Isa! —exclamó, con el ceño fruncido—. Estás enferma otra vez…
—Solo fue un mal día —murmuró Isabella, intentando restarle importancia.
La niña negó con la cabeza, con esa madurez desbordante que a veces la hacía parecer mayor.
—¿Otra vez el trabajo? —preguntó, cruzándose de brazos—. Sabía que estabas haciendo demasiadas cosas.
—No te preocupes, mi amor, ya estoy mejor.
Sofía suspiró.
—Yo no iba a