La noche caía pesada sobre la ciudad. Los ventanales del penthouse dejaban entrar solo un fragmento de la luna, oculto entre nubes. Marcos D’Alessio caminaba de un lado al otro de su sala, con la camisa desabrochada hasta la mitad y los puños del pantalón del pijama arrugados de tanto apretar las manos contra ellos.
No había tocado su cena. No había abierto el portátil. No había contestado más llamadas desde las 8:00 p. m. Y ahora eran las 2:17 de la madrugada.
Apoyó la frente contra el vidrio. La ciudad dormía… pero él no.
Sus ojos, normalmente fríos, calculadores, eran dos tormentas negras brillando bajo el tenue resplandor de las luces de la calle. Llevaba más de una hora intentando dormir, revolcándose entre sábanas frías, vacías, cargadas del peso de lo que había ocurrido.
La tenía tan cerca en la mente que le parecía imposible no sentirla de nuevo entre sus brazos.
—Maldita sea… —murmuró, apretando los ojos con fuerza.
Volvió al dormitorio. En el respaldo de la silla, colgada de