La ciudad de Milán se vestía de luz esa mañana. El sol, alto pero ya más amable, proyectaba sombras elegantes entre los edificios, y la brisa tibia acariciaba las calles con ese aire europeo que hacía que incluso lo cotidiano pareciera sofisticado.
En la suite del hotel, Isabella terminaba de abrocharse una blusa de lino claro frente al espejo mientras acomodaba el cuello con una precisión que parecía más nerviosa que estética. Detrás de ella, la habitación aún conservaba el eco del desayuno silencioso, y el peso de todo lo que no se había dicho.
Marcos estaba revisando unos documentos digitales en su tablet cuando escuchó su voz desde el otro extremo.
—Marcos… —dijo Isabella con cierto titubeo, pero sin fragilidad—. Antes de que vayamos al almuerzo de negocios… Quería pedirte algo.
Él alzó la mirada, dejando a un lado la tablet. En sus ojos, la concentración fue reemplazada por esa atención serena pero intensa que solo reservaba para ella.
—Dime.
Isabella respiró hondo, caminó hasta