La luz cálida de la lámpara del salón envolvía la suite en un resplandor suave. El silencio se había instalado entre ellos con la misma naturalidad con la que Isabella, ya más tranquila, se recostaba nuevamente en el sofá. Aún tenía los ojos algo hinchados por la reacción alérgica, pero la pastilla comenzaba a hacer efecto.
Marcos se acercó en silencio. Se agachó frente a ella con la misma precisión con la que solía leer contratos complicados. Con cuidado, tomó el vaso vacío de entre sus manos.
Ella lo observó sin decir nada, con una gratitud muda en la mirada.
Él se incorporó, caminó hasta la mesa de centro, dejó el vaso allí… y cuando se volvió, sus ojos se toparon con los de ella. Seguían viéndose. Seguían estando más cerca de lo que cualquier lógica empresarial permitía.
Pero fue entonces cuando él lo dijo, con la voz baja, sin adornos ni ambigüedades:
—¿Piensas ponértela?
Isabella parpadeó, aún con el calor en las mejillas.
—¿Qué cosa?
—La bata roja. Esa de encaje.
Ella no respon