La mañana llegó sin anunciarse, filtrándose por entre las cortinas gruesas de la suite con una luz suave, tímida. Era uno de esos amaneceres que parecían pedir permiso para entrar, como si hasta el sol supiera que algo importante se había quedado suspendido en la habitación la noche anterior.
Isabella despertó primero. Abrió los ojos lentamente, desorientada al principio, hasta que la memoria le devolvió con una punzada lo vivido: el cruce de miradas, la cercanía peligrosa, su huida silenciosa. Y la voz de él, al otro lado de la puerta, hablándose a sí mismo para no perder el control. Se quedó unos minutos mirando el techo, sin moverse, con la bata aún puesta, como si cualquier movimiento brusco pudiera romper la fina línea que separaba la cordura del deseo.
Fue entonces cuando escuchó el timbre de la suite.
Se incorporó despacio, caminó hasta la puerta con el cabello revuelto y el corazón aún desacompasado. Al abrir, un camarero uniformado sonrió brevemente y empujó un carrito con un