El restaurante elegido para la reunión era de esos lugares donde todo parecía calculado al milímetro: la luz suave, las mesas con mantel marfil, los cubiertos brillantes perfectamente alineados. Estaba ubicado en una terraza acristalada con vista a la ciudad, y el ambiente olía a vino caro, a madera pulida y a conversaciones contenidas.
Marcos e Isabella llegaron a tiempo. Él vestía su impecable traje azul medianoche; ella, aún más serena que de costumbre, caminaba con elegancia a su lado. Ambos proyectaban seguridad, éxito, profesionalismo. Pero por dentro, los pensamientos iban en otra dirección.
—No olvides que el más insistente es Rinaldi —le dijo Marcos en voz baja mientras cruzaban el salón—. Le gusta provocarme. Si se pone demasiado cómodo, solo déjame manejarlo.
—¿Y si me provoca a mí? —preguntó ella con una media sonrisa.
—Entonces… puede que lo eche yo mismo del lugar —dijo él, sin mirarla, pero con la mandíbula tensa.
Isabella no respondió. Solo apretó un poco más su bolso