NAHIA
El aire es pesado, saturado de calor y de ese perfume oscuro que aún me envuelve, como una segunda piel que no he elegido, una jaula invisible que me retiene allí, sentada, incapaz de levantarme de inmediato, los dedos crispados sobre el borde de la mesa como si fuera el único ancla que me queda, el único punto fijo en este torbellino que me desgarran por dentro.
La madera está tibia bajo mis palmas, áspera contra mi piel ardiente, y mis piernas están tensas, doloridas, temblorosas, como si cada músculo se rebelara contra lo que acaba de soportar. Mi respiración es corta, entrecortada, prisionera de un ritmo que ya no me pertenece, como si una fuerza ajena lo regulara, decidiendo en qué momento podía respirar, temblar, ceder o luchar un poco más.
A mi alrededor, las huellas de la comida abandonada marcan la mesa: platos con bordes arrugados, vasos con reflejos turbios donde flota un olor mezclado de vino robusto y especias tibias. Esta atmósfera, tan familiar de costumbre, se vu