NAHIA
El agua cae sobre mí en un torrente ardiente, golpeando mi piel enrojecida como si quisiera deslavarla hasta el hueso, llevarse consigo cada rastro, cada olor, cada escalofrío que él dejó en mi carne, pero esta fragancia oscura y embriagadora aún se aferra, se mezcla con el vapor, se infiltra en mis pulmones con cada respiración, recordándome que ninguna agua, por caliente que sea, podrá disolverlo por completo.
Cierro los ojos, dejo caer mi cabeza hacia atrás, y el sonido del agua se convierte en un velo que ahoga mis pensamientos, una cortina en movimiento detrás de la cual puedo, por unos segundos, creer que estoy sola, libre, intacta, pero mis manos, ellas, conservan la memoria, recuerdan la presión de sus dedos, la mordedura invisible de su agarre, y esa memoria es más fuerte que el agua.
Cuando finalmente salgo, mi piel está caliente, húmeda, casi dolorosa al tacto, y mi cabello se adhiere a mi nuca, pesado por el vapor, me envuelvo en una toalla gruesa, blanca como la nie