NAHIA
Permanece agachado frente a mí, el rostro todavía húmedo, marcado por la sal de mis lágrimas y el calor de mi cuerpo ofrecido, sus manos poderosas aún posadas sobre mis muslos, como para anclarse a esa verdad ardiente que le doy. Su mirada no parpadea, está allí, fija, inquebrantable, como una promesa grabada en el silencio, como si cada temblor de mi carne, cada escalofrío, cada pulsación le contara una historia que solo él puede comprender.
Lo siento incorporarse lentamente, con la maestría de un rey soberano de su reino, y permanezco inmóvil, casi hipnotizada por la sombra inmensa que proyecta sobre mí, una sombra que me envuelve, me aplasta y me protege a la vez; su masa tranquila, silenciosa, me mantiene prisionera en una tensión dulce y terrible.
Sin una palabra, sus dedos se deslizan hasta su cinturón; un ruido metálico discreto acompaña ese gesto cargado de amenaza, el roce del cuero tirado, el clic del botón desabrochado, la cremallera que baja con ese sonido sordo y am