Me quedé parada en el pasillo como una tonta. Juliana me había llamado dos veces desde el escritorio y ni siquiera la escuché. Mi cuerpo estaba ahí, pero mi mente seguía girando en esa imagen: Verónica arreglándose el vestido, sonriente, como si el mundo le perteneciera. Como si acabara de ganar.
Y tal vez sí lo había hecho. Porque yo, con toda mi dignidad y mis falsas intenciones de mantenerme al margen, estaba rota por dentro. Sentía ese nudo creciendo en la garganta. Ese ardor detrás de los ojos que precede al colapso. Me forcé a tragar saliva. No iba a llorar. No ahí. No delante de nadie. No por él. *No otra vez*. Pero el peso de la humillación me estaba ganando. Quería correr al baño, cerrar la puerta y dejar que todo saliera de una vez. Quería gritar. Quería desaparecer. Y fue en medio de ese torbellino interno cuando lo escuché. —¡Ana! —gritó Fabián desde la sala. Me quedé quieta un segundo. Cerré los ojos. Respiré. Endurecí la cara. Después caminé hacia la puerta, fingiendo que todo estaba bien, como siempre. Entré. Él estaba junto al ventanal, revisando unos papeles con una mano y el celular con la otra. Y, aunque evité mirarlo directamente, algo me golpeó de inmediato: los dos primeros botones de su camisa estaban desabrochados. Su pecho se marcaba con claridad, como si hubiera querido “relajarse” demasiado, o… como si hubiese pasado algo. Mi estómago se revolvió. Sentí el corazón latir con fuerza, como si quisiera salirse del pecho. Pero no dije nada. No podía. Solo me tragué la rabia, la duda, el asco, el miedo… todo. Tenía que hacerlo. —¿Me llamó, señor Ariztizábal? —pregunté con el tono más neutral que logré sacar. Él levantó la mirada un segundo. Como si nada. Como si no notara el temblor escondido en mi voz ni la tensión en mis hombros. —Sí. Necesito que me entregues los informes antes de que termine el día —dijo sin emoción. Asentí. Solo eso. Ni una palabra más. —Y… me tomaré el resto del día libre —añadió después, mientras se ajustaba el reloj—. Tengo diligencias que hacer. *Diligencias*. Esa palabra me atravesó como una daga. —Entendido —murmuré, obligándome a seguir con el rostro sereno, aunque por dentro se me caía el mundo. Él no dijo nada más. Caminó hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo. Dio medio giro y se acercó a mí de golpe. Su mano me tomó del brazo con fuerza, esa que ya conocía y que ahora dolía distinto. Se inclinó lo justo para que solo yo lo escuchara. —Esta noche no vengas a la mansión —dijo con voz baja, firme, y una dureza en el rostro que me heló por completo. No me dio tiempo de responder. Me soltó con la misma rapidez con la que me había tomado, giró sobre sus talones y salió sin más. Así de fácil. Así de frío. Me quedé sola en la sala de reuniones, con los papeles sobre la mesa, el olor a su perfume aún en el aire… y el corazón hecho pedazos.