Me quedé parada en el pasillo como una tonta. Juliana me había llamado dos veces desde el escritorio y ni siquiera la escuché. Mi cuerpo estaba ahí, pero mi mente seguía girando en esa imagen: Verónica arreglándose el vestido, sonriente, como si el mundo le perteneciera. Como si acabara de ganar.
Y tal vez sí lo había hecho.
Porque yo, con toda mi dignidad y mis falsas intenciones de mantenerme al margen, estaba rota por dentro.
Sentía ese nudo creciendo en la garganta. Ese ardor detrás de los ojos que precede al colapso. Me forcé a tragar saliva. No iba a llorar. No ahí. No delante de nadie. No por él.
*No otra vez*.
Pero el peso de la humillación me estaba ganando. Quería correr al baño, cerrar la puerta y dejar que todo saliera de una vez. Quería gritar. Quería desaparecer.
Y fue en medio de ese torbellino interno cuando lo escuché.
—¡Ana! —gritó Fabián desde la sala.
Me quedé quieta un segundo. Cerré los ojos. Respiré. Endurecí la cara. Después caminé hacia la puerta, fingiendo qu