Entraron a la oficina y cerraron la puerta sin siquiera mirar atrás. Me quedé de pie unos segundos, como una tonta, viendo la puerta de vidrio esmerilado que dejaba ver apenas las siluetas de ambos. Mi garganta ardía. Me forcé a respirar profundo y me giré, volviendo a mi escritorio. Mi maldito escritorio. Ese que nunca había dejado de ser mío, aunque me doliera tanto seguir ahí.
Me senté con toda la dignidad que pude reunir, fingiendo revisar los correos. Los dedos sobre el teclado temblaban. No quería hacerlo. No quería prestarle atención. Pero mi oído, ese traidor, se aguzó como nunca. La voz de Verónica era escandalosa, como si supiera que yo estaba ahí. O como si lo hiciera a propósito.
—…así que no me vas a decir que eso no te importa, Fabián. Porque sabes que si lo cuento, la prensa se entera y tu reputación se va al piso —decía ella con una voz cargada de veneno y falsa dulzura.
No escuché la respuesta exacta de Fabián. Su tono era más bajo. Pero capté algo entre dientes: *“no