El domingo amaneció con la luz colándose por las cortinas. Yo estaba envuelta en las sábanas y en sus brazos. Fabián dormía tranquilo, respirando contra mi nuca como si la paz no le costara. Y por un instante me permití pensar que tal vez… solo tal vez… todo lo que habíamos vivido esa semana era real.
Una semana sin gritos. Sin lágrimas. Sin fantasmas. Solo él y yo, como si el mundo se hubiese detenido para darnos un respiro.
Pero el reloj no perdona. Y el lunes asomaba su cabeza con la puntualidad cruel de lo inevitable.
—Amor… —murmuró él al despertarse, su voz ronca deslizándose por mi espalda—. Es domingo. Nuestro último día de encierro.
—Lo sé —susurré sin mirarlo. Me dolía admitirlo.
—Tengo una idea —dijo, besándome el hombro—. ¿Por qué no vamos hoy mismo a la mansión? Así mañana podemos salir directo desde allá a la oficina. Rosita aún está de vacaciones, pero quiero que estés cómoda. Allá tendrás todo lo que necesitas… tú no deberías preocuparte por nada.
—¿Y eso no sería como