No habían pasado ni diez minutos desde que Fabián se encerró en su oficina cuando volvió a aparecer. Abrió la puerta de golpe, con esa energía arrogante que me ponía los pelos de punta.
—Ana, ven conmigo —ordenó con la mandíbula tensa.
Levanté la mirada desde mi escritorio y lo miré sin moverme.
—Estoy trabajando —le respondí, intentando mantener la compostura.
—No me importa. Levántate —repitió, acercándose a paso firme.
—No me interesa escucharte —dije con frialdad, aunque por dentro se me revolvía el estómago.
Llegó hasta mí y me tomó del brazo. No fue violento, pero sí firme. Determinado. Como si tuviera derecho a tocarme así.
—No me obligues a armar un escándalo aquí —me susurró con rabia contenida—. Vamos. Ahora.
Sentí todas las miradas encima. La incomodidad me golpeó como una ola de fuego.
—Suéltame —le dije entre dientes.
—No lo haré. No aquí. No ahora —respondió.
Me jaló con fuerza hacia el ascensor. Yo trataba de no mirar a nadie, pero sentía los ojos clavados en mi espalda