Mi papá salió de la sala con una expresión tranquila, casi satisfecho. Me dio una palmada suave en el brazo y me sonrió como si esto fuera una gran oportunidad.
—Luego hablamos, Ana. Quiero que me cuentes más detalles —dijo con ese tono sereno que usaba cuando creía tener el control de todo.
Asentí sin decir mucho. Solo lo vi alejarse, sin saber si sentirme aliviada o más atrapada.
Cuando la puerta se cerró tras él, el aire en la oficina se volvió más denso. Fabián seguía allí, de pie frente a la ventana, fingiendo que revisaba su celular. Tranquilo. Como si nada.
Yo, en cambio, sentía la sangre arderme en las venas.
—¿A qué estás jugando? —solté al fin, con la voz temblando de rabia.
Él giró lentamente, alzando una ceja.
—¿Perdón?
—No te hagas el idiota, Fabián. No me amas, me desprecias, lo de anoche fue claro. Entonces dime de una vez… ¿a qué mierda estás jugando conmigo?
Él sonrió con cinismo y dejó el celular sobre su escritorio, caminando hacia mí con esa calma que me desesperab