El resto del día transcurrió entre el vacío y el silencio. La pelea todavía resonaba en mi cabeza como un eco imposible de callar. Sentía los ojos hinchados de tanto llorar, pero no quería permitirme ni una lágrima más por Fabián. No valía la pena. No después de todo lo que había dicho… de cómo me había tratado, como si yo fuera una carga, una mentira, un error.
Pasé la mañana limpiando mecánicamente, recogiendo pedazos rotos de lo que alguna vez fue mi refugio… nuestra burbuja. Fui a hacer mercado con lo poco que me quedaba, cociné algo simple solo para no sentir el estómago vacío, pero no logré comer. Y todo el tiempo estuve esperando una señal. Un mensaje. Algo.
Nada.
El reloj avanzó y con él, la ansiedad. ¿Dónde estaba? ¿Con quién? ¿Qué tan rápido podía olvidarse de todo lo que vivimos esta mañana?
Y justo cuando ya había oscurecido, cuando estaba a punto de darme una ducha para intentar dormir aunque fuera un rato… escuché la puerta.
El corazón me dio un vuelco. Bajé con el alma paralizada, solo para encontrarlo ahí: tambaleándose, el saco mal puesto, la camisa desabotonada y un olor a licor que me revolvió el estómago. Pero eso no fue lo peor.
Lo peor fue ese perfume.
Dulzón, invasivo, uno de esos aromas que una mujer se echa para marcar territorio. Una mezcla asquerosa entre deseo ajeno y traición.
—¿Dónde estabas? —pregunté sin disimular el temblor en mi voz.
Fabián alzó la mirada, con los ojos algo enrojecidos y la sonrisa cínica colgando de sus labios.
—Relájate, Ana. ¿Ahora también tengo que pedir permiso para salir?
—No. Solo pensé que… después de lo que pasó esta mañana… —tragué saliva— tal vez ibas a volver distinto.
—¿Distinto? —se rió, esa risa seca que ya conocía tan bien—. ¿Tú quieres que yo cambie? ¿Después de todo lo que hiciste?
—¡Yo no hice nada! —grité, y me acerqué un paso sin darme cuenta—. ¡Ya basta, Fabián! No sigas usando ese puto rumor como excusa para tratarme como una cualquiera.
—¿Y tú qué sabes cómo trato a las cualquiera?
Lo fulminé con la mirada. Me hervía la sangre.
—¿De verdad vas a llegar así? ¿Con ese olor a mujer encima y pretender que no lo note?
—¿Y si sí? —me retó, alzando los hombros con desprecio—. Tal vez necesitaba algo que tú ya no me das.
Sentí cómo se me desgarraba el pecho. No solo por lo que decía, sino por cómo lo decía. Con esa frialdad… con ese veneno.
—Estás borracho, Fabián. Vete a dormir solo. —di un paso atrás, queriendo evitar el hedor a licor y a otra mujer que traía impregnado en la piel.
—¿Ahora lloras? —me acorraló contra la pared, con la mirada vidriosa y una risa irónica—. Qué ironía… pensé que las mujeres como tú no sentían.
—¿Las mujeres como yo? ¿Y cómo soy según tú? ¿Una cualquiera? ¿Una que se acuesta contigo sin pedir nada y a la que puedes cambiar por la siguiente que se te abra de piernas? —mi voz temblaba, pero no por miedo. Era rabia, impotencia… decepción.
—¡Tú te rebajaste sola, Ana! —gritó, dando un golpe en la pared cerca de mi rostro—. ¡Yo no te obligué a nada! Tú te entregaste, tú me buscabas, tú te morías por mí.
—¡Claro que me moría por ti, imbécil! —le grité con lágrimas brotándome sin permiso—. Pero tú me mataste poco a poco, con tus desprecios, con tus dudas, con esa maldita necesidad de hacerme sentir menos todo el tiempo.
—¿Y aún así sigues aquí? —soltó con una risa amarga, ladeando la cabeza—. ¿Quién es más patético, tú o yo?
Intentó besarme. Me sujetó del rostro con fuerza, como si todavía creyera que podía tenerme con solo desearlo. Me zafé con toda la rabia que tenía guardada.
—¡No me toques, Fabián! ¡No después de venir oliendo a otra como si yo fuera una más de tu colección!
—¡Tú nunca fuiste más que eso! —espetó sin pensar. Y ahí me rompió.
Lo miré en silencio, el pecho latiéndome con fuerza, el alma hecha trizas.
—Gracias por confirmarlo —dije casi en un susurro, temblando—. Ya no hay nada más que decir.
Me di la vuelta y corrí a encerrarme en la habitación. Cerré la puerta y caí al suelo, dejando que todo se derrumbara por fin.
Al otro lado, él se quedó en silencio. Escuché cómo se desplomaba contra la puerta. Y entonces, su voz… más baja, más rota.
—Ana… yo no quería decir eso.
Pero ya era tarde.