Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Sus manos recorrieron mi espalda, y nuestras bocas se encontraron con una mezcla de furia, amor, frustración y deseo. Me besó como si estuviera reclamando lo que era suyo, como si el mundo entero se viniera abajo si no me tocaba. Lo besé de vuelta porque, maldita sea, también era mía su boca, su cuerpo, su alma podrida.
Casi sin darnos cuenta, llegamos hasta mi habitación. Me empujó suavemente sobre la cama y se deshizo de su chaqueta. Yo ya no tenía fuerzas para luchar contra lo que sentía. Me rendí. Me rendí a sus besos, a sus caricias, a su desesperación. Me quitó la ropa con rabia, con prisa, como si el tiempo no alcanzara. Sus labios bajaron por mi cuello, por mi pecho, por mi vientre. Su lengua y sus dedos conocían de memoria cada rincón de mi cuerpo. Y aunque quise resistirme, aunque quise mantenerme firme, su voz ronca al oído destruyó cualquier defensa: —Dime que no me extrañaste... Dime que no te morías por esto. No dije nada. Mis gemidos lo dijeron todo. Hicimos el amor con una intensidad que dolía, que quemaba. Fue una mezcla de odio, pasión, amor y deseo. Me tomó como si fuera la última vez, y yo me aferré a él como si fuera lo único que tenía. Me hizo suya una y otra vez, y cada vez que decía mi nombre, sentía que me rompía un poco más por dentro. Al final, caímos rendidos en la cama. Desnudos. Sudados. Silenciosos. Fabián me abrazó por la espalda, y aunque no dijo nada, su respiración calmada en mi cuello fue la única tregua que tuvimos esa noche. Yo cerré los ojos… sabiendo que, por más que intentara huir, él siempre terminaba volviendo. Y yo… siempre terminaba dejándolo entrar. ———- El sol apenas se colaba por las cortinas cuando entreabrí los ojos. Sentí un peso cálido y firme rodeando mi cintura: su brazo. Me abrazaba como si temiera que me escapara en cualquier momento. Su respiración pausada me rozaba el cuello, y por un instante me permití fingir que todo estaba bien. Que Fabián era solo mío. Que no existían ni Verónica, ni los celos, ni las dudas, ni esa maldita historia que nos tenía atrapados. Me acurruqué un poco más, sintiendo su piel contra la mía, su cuerpo pegado al mío, aún desnudos y tibios después de todo lo que habíamos sido durante la noche. La alarma sonó y Fabián, entre gruñidos, la apagó sin mirar siquiera. —No quiero ir a la oficina hoy —murmuró con voz ronca y adormilada. —Por mí está perfecto quedarnos aquí todo el día —dije, acercándome aún más, enredando mis piernas con las suyas. Él sonrió, de esa forma que me derretía, y me atrajo con fuerza. Su mano acarició mi pecho, jugueteando perezoso, y su erección ya se marcaba contra mi cuerpo. —Ana… es muy temprano para tentarme —dijo con tono burlón y caliente. Sin mucha ceremonia, volvió a hacerme suya. En cucharita, despacio, sin palabras, solo gemidos suaves y la respiración agitada de dos personas que no sabían cómo soltarse. Nos abrazamos con la intensidad de quienes se desean con el alma y se destruyen con el orgullo. Luego de un rato, en medio del silencio, escuché su voz: —Tengo hambre. Dile a Rosita que nos prepare algo. Hace rato no la veo por aquí. Me encogí. —Rosita se tuvo que ir… No hemos podido pagarle. Aún tengo problemas para cubrir sus honorarios. Fabián se incorporó un poco, frunciendo el ceño. —¿Y por qué no dijiste nada? —Prefiero resolver estas cosas sola —respondí sin mirarlo. —Ese es tu problema, Ana. Siempre escondes todo —espetó con tono duro—. Mañana mismo Rosita vuelve. —No, Fabián, no tengo cómo pagarle, y no voy a permitir que trabaje aquí sin lo justo. —Te estoy diciendo que yo le pagaré. Y con Rosita aquí, en esta casa, no podrás meter a nadie —añadió con sarcasmo, como si aún pensara que le escondía a otro hombre. No respondí. Solo me levanté un poco para tomar el celular y pedir algo de comer. Pero entonces, sonó el suyo. Lo miró. Se tensó. **"Verónica"**, decía la pantalla. —¿Vas a contestar? —pregunté con cautela, sintiendo cómo una rabia fría me subía por la espalda. —No empieces —dijo sin mirarme, contestando la llamada. —¿Qué quieres? —dijo seco. Permaneció en silencio mientras ella hablaba del otro lado. Yo no escuchaba las palabras, pero sí el tono. Era suave. Coqueto. Manipulador. Como siempre. —Estoy ocupado —añadió Fabián con fastidio—. No, no me interesa saber eso ahora. Colgó. Dejó el celular sobre la mesa como si nada. Como si yo no estuviera allí tragándome todo el veneno del momento. —¿Qué quería? —pregunté, sabiendo que la respuesta me dolería. —No es asunto tuyo —respondió de inmediato, volviendo a recostarse. —¿Cómo que no? Estás en mi cama, en mi casa, después de una noche en la que dijiste que no había nadie más. ¿Y me sales con eso? Fabián se giró hacia mí, con esa mirada suya fría, indescifrable. —No tengo que darte explicaciones cada vez que suena mi maldito celular —espetó con desdén. —¡Claro que las tienes que dar, Fabián! ¿O yo soy solo tu entretenimiento cuando no estás con ella? —¿Vas a empezar otra vez? ¡No puedo tener un momento de paz contigo sin que lo jodas! —gritó, saliendo de la cama de un salto. —¡Porque no cambias, Fabián! Te acuestas conmigo, me abrazas como si fuera tuya, pero en cuanto Verónica llama, te pones como un perro entrenado. ¡Tú sí que sabes cómo arruinarlo todo! Él me miró con furia, se vistió sin decir una palabra más, y antes de salir de la habitación, lanzó su sentencia final: —Cuando madures y dejes de actuar como una niña celosa, hablamos, ya te había dicho antes tú decidiste que esto no fuera exclusivo. Y salió, dejando la puerta abierta de par en par, como si así también dejara abierto el vacío entre nosotros.