Fabián me jaló del brazo con tanta fuerza que casi tropecé con mis propios pasos. Salimos del restaurante como una tormenta desatada, dejando atrás las miradas sorprendidas de los comensales y la voz de Thomas que aún nos seguía.
—¡TE COSTABA TANTO APARTARTE! —gritó apenas pusimos un pie en la calle. Su rostro estaba desencajado, el pecho subía y bajaba como si no pudiera respirar del coraje. —¡¿Qué te pasa?! —le grité de vuelta, tratando de soltarme—. ¡No me toques así! —¿Por qué carajos tienes que darle alas a todos? —bramó, ignorando mis palabras—. ¿Qué necesidad, Ana? ¿Te gusta tenerlos babeando detrás de ti? —¡No le di alas a nadie! ¡¿Estás enfermo o qué?! —intenté zafarme de nuevo—. ¡Tú me llevaste ahí, tú creaste esta maldita escena! Fabián me miró como si estuviera a punto de explotar. —¡Maldita sea, Ana! —escupió con desprecio—. ¡Sí que te gusta jugar con los hombres, volverlos inestables, hacerlos m****a! ¡Ya he visto bastante de ti! Pero no creas ni por un segundo que voy a caer como todos los demás. ¡Yo no soy uno de tus juguetes! —¡¿Qué carajos estás diciendo?! —le grité—. ¡Tú fuiste el que me arrastró aquí, tú me tienes trabajando como tu sombra, humillándome todos los días! ¡¿Y encima me echas la culpa a mí por cómo los hombres me miran?! —¡Te vistes como si buscaras atención! —escupió con veneno. Me quedé helada. El golpe fue seco, directo al centro del pecho. —Qué asco das, Fabián —susurré, mirándolo a los ojos con todo el dolor que llevaba dentro—. Estás tan roto que ya no sabes ni cómo herirme… y sin embargo, siempre lo logras. Thomas apareció detrás corriendo, con una sonrisa burlona que empeoró todo. —¡Vamos, Ana! ¡Bájate del carro y terminemos de divertirnos! No entiendo por qué sigues con este patán —dijo alzando la voz, como si buscara provocar justo lo que logró. Fabián se giró como un animal rabioso. —¡CÁLLATE Y LÁRGATE! —le gritó con los ojos encendidos—. ¡No sabes en lo que te estás metiendo, idiota! Me empujó hacia el carro y abrió la puerta de un golpe. Me metió dentro como si necesitara sacarme del mundo, apartarme de todo, controlarme… poseerme. Subió al auto, golpeó el volante con la palma de la mano y arrancó con furia. Yo apenas alcanzaba a respirar. —¡¿Qué m****a te pasa, Fabián?! —grité mientras me abrochaba el cinturón—. ¡¿Estás loco o qué!? Él seguía conduciendo sin mirarme, pero cada palabra salía como veneno. —¡Me pasa que no puedes controlarte! —rugió—. ¡¿Por qué necesitás ser tan coqueta, Ana?! ¡¿No puedes pasar una noche sin provocar a medio mundo?! —¡No provoqué a nadie, maldita sea! —le grité—. ¡Ese idiota se pasó de la raya y tú lo sabías! ¡Tú también viste cómo me tocó! —¡Y tú no hiciste nada! ¡Ni un maldito “aléjate”! ¡Ni una mirada incómoda! ¡Parecías hasta halagada! —¡¿Te escuchás?! ¡¿En serio te escuchás?! —estaba al borde de las lágrimas, no de tristeza… de impotencia—. ¡Estás tan lleno de rabia que ves lo que quieres ver! ¡Y si te molesta que alguien más me desee, pues jódete! ¡Porque tú fuiste el que me soltó primero, el que me trató como un desecho! —¡Yo nunca dejé de desearte! —gritó con fuerza, golpeando el volante otra vez—. ¡Nunca! La confesión quedó flotando en el aire. Lo miré de reojo. Sus manos temblaban sobre el volante. Su mandíbula apretada. Todo él era un volcán a punto de estallar. Y sin embargo… en medio de todo ese caos, ese fuego, esa ira… yo seguía sintiendo que me ardía el pecho solo de tenerlo cerca.