Fabián me jaló del brazo con tanta fuerza que casi tropecé con mis propios pasos. Salimos del restaurante como una tormenta desatada, dejando atrás las miradas sorprendidas de los comensales y la voz de Thomas que aún nos seguía.
—¡TE COSTABA TANTO APARTARTE! —gritó apenas pusimos un pie en la calle. Su rostro estaba desencajado, el pecho subía y bajaba como si no pudiera respirar del coraje.
—¡¿Qué te pasa?! —le grité de vuelta, tratando de soltarme—. ¡No me toques así!
—¿Por qué carajos tienes que darle alas a todos? —bramó, ignorando mis palabras—. ¿Qué necesidad, Ana? ¿Te gusta tenerlos babeando detrás de ti?
—¡No le di alas a nadie! ¡¿Estás enfermo o qué?! —intenté zafarme de nuevo—. ¡Tú me llevaste ahí, tú creaste esta maldita escena!
Fabián me miró como si estuviera a punto de explotar.
—¡Maldita sea, Ana! —escupió con desprecio—. ¡Sí que te gusta jugar con los hombres, volverlos inestables, hacerlos m****a! ¡Ya he visto bastante de ti! Pero no creas ni por un segundo que