La cena transcurría bajo una fachada de cortesía. Thomas, como siempre, hablaba más de la cuenta, mientras Fabián se limitaba a observar en silencio, con la mandíbula apretada, disimulando apenas su incomodidad tras una copa de vino.
—Ana, ¿ya te dije lo hermosa que estás esta noche? —dijo Thomas inclinándose un poco más hacia mí, su voz baja, como si compartiera un secreto. Me sonrió con esa confianza peligrosa de los hombres que creen que todo les pertenece.
—Gracias —dije sin mirarlo directamente, sintiendo la mirada de Fabián quemarme desde el otro extremo de la mesa.
Thomas continuó, como si el mundo girara solo a su alrededor.
—No sé si ya te diste cuenta, pero tengo debilidad por las mujeres inteligentes… y tú tienes algo que, sinceramente, no me deja concentrarme en nada más.
Y entonces, lo hizo.
Sin más, estiró su brazo y apartó un mechón de mi cabello, dejando que sus dedos rozaran mi cuello con descaro, lento… innecesariamente lento. Su toque era suave, pero tenía una inten