Capítulo 22

La cena transcurría bajo una fachada de cortesía. Thomas, como siempre, hablaba más de la cuenta, mientras Fabián se limitaba a observar en silencio, con la mandíbula apretada, disimulando apenas su incomodidad tras una copa de vino.

—Ana, ¿ya te dije lo hermosa que estás esta noche? —dijo Thomas inclinándose un poco más hacia mí, su voz baja, como si compartiera un secreto. Me sonrió con esa confianza peligrosa de los hombres que creen que todo les pertenece.

—Gracias —dije sin mirarlo directamente, sintiendo la mirada de Fabián quemarme desde el otro extremo de la mesa.

Thomas continuó, como si el mundo girara solo a su alrededor.

—No sé si ya te diste cuenta, pero tengo debilidad por las mujeres inteligentes… y tú tienes algo que, sinceramente, no me deja concentrarme en nada más.

Y entonces, lo hizo.

Sin más, estiró su brazo y apartó un mechón de mi cabello, dejando que sus dedos rozaran mi cuello con descaro, lento… innecesariamente lento. Su toque era suave, pero tenía una intención demasiado clara. Me congelé. Fue un roce fugaz, pero suficiente para encender una chispa en el aire.

Fabián soltó bruscamente la copa. El cristal chocó con la mesa y el vino salpicó sobre el mantel blanco.

Thomas volteó con una ceja levantada, con esa sonrisa arrogante aún pintada en la cara.

—¿Todo bien, hermano? —preguntó con falsa inocencia.

Fabián se inclinó hacia adelante, sin dejar de mirarlo. Su voz salió baja, rasposa, pero helada.

—No me gusta que toquen lo que es mío.

—¿Mío? —interrumpí de inmediato, levantando la ceja, molesta y confundida—. No soy tuya, Fabián. No lo he sido nunca, ¿recuerdas?

Fabián me miró como si le acabara de escupir en la cara.

Thomas sonrió aún más, saboreando el momento.

—Relájate, Fabián. Solo fue un gesto amable —dijo mientras giraba hacia mí—. Aunque, si me dejas intentarlo, quizás logre que se olvide de ti por completo.

El golpe fue seco.

Un puño cerrado estampándose contra la mandíbula de Thomas lo hizo tambalearse hacia atrás. La mesa se estremeció, una copa cayó y se hizo trizas en el piso. El restaurante se silenció por completo. Todos los ojos sobre nosotros.

—¡Fabián! —grité al instante, en shock.

Thomas se limpió la comisura de los labios, sonriendo como si todo le divirtiera más de lo debido.

—Eso no fue necesario —musitó, pero en su mirada ya no había burla, sino fuego.

Fabián estaba de pie, su respiración agitada, los ojos completamente oscuros.

—La próxima vez que te atrevas a tocarla, no me contendré —dijo entre dientes, sin apartar la vista de Thomas.

—¿Y tú qué vas a hacer, Fabián? ¿Marcarla como un animal? ¿Encerrarla como posesión? —soltó Thomas, todavía con esa actitud de niño rico rebelde.

—Si tengo que hacerlo para que entienda lo que significa ser mía, lo haré —respondió Fabián, y su tono me heló.

Yo solo podía observarlos, entre el miedo, la rabia… y el deseo. Porque sí, por más retorcido que fuera, ver a Fabián arder así por mí me provocaba algo muy visceral.

Algo que no quería sentir, pero que me consumía igual.

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