El carro frenó en seco frente a la mansión. La noche era silenciosa, pero dentro del auto todo era un campo de batalla.
Fabián tenía la mirada fija al frente, los nudillos blancos de tanto apretar el volante. El aire era denso, caliente… y no por el clima. —Bájate —ordenó con una voz grave, llena de una furia apenas contenida. Tragué saliva y, con el corazón golpeándome en el pecho, respondí con calma: —Fabián, lo mejor es que dejemos de confundir las cosas. Llévame a mi casa, por favor. Prometo no darte más dolores de cabeza… o pronto conseguiré otro trabajo. Un silencio brutal. Hasta que… —¿Dejar el trabajo? —repitió, como si sus palabras lo hirieran más de lo que quería admitir—. ¡Mierda, Ana! ¡BÁJATE O TE BAJO! El grito fue un látigo que me cortó el aire. Me bajé de inmediato, tambaleándome por el miedo y los nervios. Las piernas apenas me respondían. Sentía la adrenalina zumbando por todo mi cuerpo. Fabián bajó detrás de mí, caminando con pasos largos, rabiosos, casi como si la tierra le molestara bajo los pies. Me giré apenas para mirarlo, pero él ya estaba encima. Me tomó con fuerza del brazo, y antes de que pudiera decir una sola palabra, ya me había arrastrado hasta dentro de la casa. La puerta se cerró de un portazo brutal detrás de nosotros. —¡Estás loco! —grité, pero mi voz sonó más como un susurro ahogado. No contestó. Solo me miró con esos ojos encendidos. Y entonces sucedió. Fabián me tomó del rostro con brutalidad y me besó. No fue un beso dulce. Fue salvaje. Furioso. Desesperado. Como si quisiera arrancarme el alma con los labios. Como si no pudiera soportar un segundo más sin tenerme. Y, por más que intenté resistirme a su rabia… mi cuerpo ardía igual que el suyo. Le devolví el beso con la misma hambre. Sus manos viajaron por mi cuerpo con rabia, como si odiara necesitarme tanto, como si su piel supiera el camino de memoria. Me empujó contra la pared del pasillo, y yo sentí su respiración agitada contra mi cuello, su aliento caliente, la tensión de sus músculos conteniéndose por no romperme. —Maldita sea, Ana… —murmuró con voz ronca, apenas separando sus labios de los míos—. ¿Por qué m****a no puedo dejar de desearte…? —Entonces no lo hagas —susurré, con la respiración entrecortada, sabiendo que habíamos cruzado ese punto de no retorno. Fabián me levantó con fuerza, mis piernas rodearon su cintura por puro instinto. Caminó conmigo en brazos por el pasillo como si el mundo se estuviera cayendo a pedazos y solo pudiera salvarse dentro de mí. Me arrojó sobre el enorme sofá de cuero negro en la habitación. Su cuerpo se abalanzó sobre el mío con hambre, sin delicadezas, sin frenos. Me besó como si quisiera castigarme, mordiéndome los labios, jadeando sobre mi piel. Su mano bajo con ligereza mi pantalón como si solo fuera un trapo y tocó con su mano sin pedir permiso, arrancándome un gemido inevitable. Me quitó la ropa con desesperación, desgarrando la blusa, haciendo que los botones volaran. El sostén fue empujado a un lado con torpeza, sus labios atraparon mis pezones duros de inmediato, su lengua ardía, sus dientes me arrancaban jadeos. —Mírate… —gruñó contra mi pecho—. Coqueta, provocadora, haciendo que todos te miren… Pero eres mía. ¿Me oyes? ¡Mía! —¿Mía? —jadeé, arqueando la espalda mientras su mano bajaba por mi entrepierna—. Entonces demuéstralo. Sus dedos me encontraron húmeda, caliente, necesitada. Me abrió con rudeza, metiendo dos dedos sin avisar, moviéndolos con un ritmo brutal, torturante. Grité. No de dolor. De placer. —Esto es lo que te gusta, ¿cierto? —murmuró en mi oído mientras sus dedos seguían bombeando con fuerza—. Que te tomen así, sin avisar. Que te hagan rogar. —Fabián… —supliqué sin aire. Se separó apenas para bajarse el cinturón, desabotonó su pantalón y sacó su erección, dura, palpitante. Me miró con esa mezcla de rabia y deseo que me enloquecía. —No me pidas ternura esta noche —dijo, justo antes de empujar dentro de mí de una sola embestida. Grité su nombre, arqueando el cuerpo. Era tan profundo, tan rudo, que sentía que me rompía. Pero lo quería así. Lo necesitaba así. Se movía con fuerza, sujetándome las caderas como si temiera que escapara, como si yo fuera su castigo y su salvación. Cada embestida era una batalla. Cada gemido, una rendición. Mi cuerpo se sacudía contra el suyo, y yo lo sentía perder el control poco a poco. —Eres un desastre, Ana… —jadeaba contra mi cuello—. Un maldito desastre… Y aún así, no puedo dejar de desearte. —Entonces… —susurré, perdida—. Haz lo que quieras conmigo. La furia con la que me tomó después fue descomunal. Me giró con violencia, me puso de rodillas sobre el sofá y me penetró de nuevo desde atrás. Mis uñas se aferraban al respaldo, mi cuerpo temblaba de placer. Escuchaba el sonido de nuestros cuerpos chocando, sus gemidos roncos, su respiración desbocada. Sus manos apretaban mis caderas, su lengua recorría mi espalda, y luego una de sus manos bajó de nuevo hasta mi clítoris, frotándolo con fuerza mientras embestía más profundo, más salvaje, más necesitado. —Vas a correrte para mí, ¿me oyes? —ordenó. —¡Sí! ¡Sí! ¡Fabián! —grité al borde del abismo. Mi orgasmo me sacudió como una tormenta. Sentí que el cuerpo me estallaba desde adentro, mis músculos apretaron su miembro con fuerza, y eso lo arrastró también al borde. Con un gruñido animal, se vino dentro de mí, descargando todo con violencia, con rabia, con deseo. Se quedó ahí, temblando, aún sujetándome, como si no pudiera soltarme aunque quisiera. El silencio que siguió fue espeso. Ambos respirábamos agitados, aún pegados el uno al otro. Él bajó la frente a mi espalda y murmuró con voz ronca, casi derrotado: —Maldición, Ana… ¿qué diablos me haces? Me cargo con sutileza, con cariño, y me deposito en la cama, pronto sentí como el cansancio se apoderó de mí y quedó dormida…. Rendida ante el hecho