El carro frenó en seco frente a la mansión. La noche era silenciosa, pero dentro del auto todo era un campo de batalla.
Fabián tenía la mirada fija al frente, los nudillos blancos de tanto apretar el volante. El aire era denso, caliente… y no por el clima.
—Bájate —ordenó con una voz grave, llena de una furia apenas contenida.
Tragué saliva y, con el corazón golpeándome en el pecho, respondí con calma:
—Fabián, lo mejor es que dejemos de confundir las cosas. Llévame a mi casa, por favor. Prometo no darte más dolores de cabeza… o pronto conseguiré otro trabajo.
Un silencio brutal. Hasta que…
—¿Dejar el trabajo? —repitió, como si sus palabras lo hirieran más de lo que quería admitir—. ¡Mierda, Ana! ¡BÁJATE O TE BAJO!
El grito fue un látigo que me cortó el aire.
Me bajé de inmediato, tambaleándome por el miedo y los nervios. Las piernas apenas me respondían. Sentía la adrenalina zumbando por todo mi cuerpo. Fabián bajó detrás de mí, caminando con pasos largos, rabiosos, casi como