Capítulo 13

Me reincorporé rápidamente a mi asiento en la oficina, intentando calmar el temblor sutil de mis manos. Juliana llegó casi de inmediato, con una mirada curiosa y ese tono entre preocupada y chismosa que solía usar cuando algo no le cuadraba.

—¿Qué pasó? Te tardaste siglos, y... ¿fueron gritos lo que escuché? —preguntó con las cejas arqueadas.

—Nada, ya sabes cómo es el jefe —respondí con una sonrisa forzada—. Se molestó por un detalle del informe, pero ya está. Todo bien.

Juliana asintió, aunque me miró con una cara que decía claramente “no te creo nada”. Pero no insistió. Volvimos a sumergirnos en la rutina de la oficina, y yo en mis pensamientos. El aire entre nosotros se sentía tenso, como si algo más estuviera por estallar.

Pasaron algunas horas hasta que escuché nuevamente el grito:

—¡Ana, los informes!

Me levanté de inmediato. Sabía que otra discusión estaba en puerta, que quizá iba a recibir una nueva descarga de desprecio. Caminaba hacia su oficina cuando, justo antes de abrir la puerta, Verónica se me adelantó.

Entró con su teatralidad de siempre, fingiendo agotamiento.

—Ayyy, Fabián... ¿podrías darme un vaso de agua? Me siento fatal —dijo llevándose una mano a la frente, como si fuera una actriz de novela.

Fabián la miró con frialdad, sin moverse. Luego clavó sus ojos en mí.

—¿No escuchaste, Ana? ¡Agua!

Contuve un suspiro de fastidio, giré sobre mis talones y fui a buscar el maldito vaso de agua.

—Fabián, ¿me podrías acompañar hoy, por favor? —continuó Verónica con una dulzura falsa, mientras él solo la observaba, visiblemente molesto.

—Ana, ¿podrías dejarnos a solas? —preguntó ella con una sonrisa hipócrita, fingiendo inocencia.

Yo apenas iba a responder cuando Fabián estalló:

—¡Sal ahora mismo!

—Pero... los informes —dije, dejándolos temblorosamente sobre su escritorio.

—¡Que salgas ya! —rugió.

Tragué saliva, reprimí el nudo en mi garganta, y salí sin mirar atrás. La puerta se cerró detrás de mí como un portazo en la cara a cualquier resto de dignidad.

---

Salí de la oficina de Fabián temblorosa, con el corazón a mil y las manos frías. Caminé directo al baño. Cerré la puerta con fuerza y me apoyé contra el lavamanos, respirando hondo.

No. No iba a llorar.

No más.

Me miré en el espejo. Tenía los ojos levemente enrojecidos, pero no iba a permitir que me vieran débil. Me salpiqué agua en la cara, como si con eso pudiera borrar lo que acababa de pasar. Lo que él me había dicho, la forma en la que me trató. Como si fuera un objeto, como si mis sentimientos no importaran. Como si yo no importara.

Fue entonces cuando sonó mi celular.

Era un mensaje de mi papá.

*"Espero que estés bien, hija. Te amo. Ya vas a ver cómo vamos a salir de esta. Pronto la empresa hará alianzas."*

Lo leí una y otra vez, con un nudo en la garganta. Rogaba con todo mi ser que esas alianzas no fueran con Fabián. No quería deberle nada. No quería que tuviera ninguna forma de manipularme.

Nunca entendí en qué momento acepté no tener nada serio con él. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué me dejé usar de esa manera?

Él me trata como una más. Y yo… yo lo dejo.

A veces, doy asco.

Salí del baño con el alma apretada y justo lo vi. Fabián caminaba por el pasillo con prepotencia, tomándole del brazo a Verónica, como si nada. Ella se veía radiante, fingiendo fragilidad, y él… él con su eterna expresión de superioridad.

Apreté los dientes, bajé la mirada y regresé a mi escritorio. Terminé todas mis tareas en silencio, evitando hablar con nadie. Solo quería desaparecer.

La tarde cayó y afuera comenzó a lloviznar. Salí corriendo hasta la parada del bus, abrazándome a mí misma, con el cabello mojándose lentamente. El frío me calaba, pero no más que el vacío que sentía por dentro.

Fue entonces cuando un auto se estacionó frente a mí. Lo reconocí de inmediato.

El deportivo negro.

Bajó la ventana del copiloto y, como si todo lo anterior no hubiera pasado, Fabián me miró con una sonrisa irónica en el rostro.

—¿Qué te parece pasar la noche en la mansión? —preguntó con ese tono cargado de arrogancia, como si estuviera ofreciéndome un privilegio.

Lo miré con rabia contenida.

—¿No te ha quedado claro que esto terminó? No voy a prestarme a seguir siendo tu juego sexual.

Su ceja se arqueó con desdén.

—¿Ni siquiera quieres venir a negociar las alianzas que haré con tu padre? —dijo con fingido desinterés, sabiendo muy bien dónde golpear.

—Me da igual si haces alianzas con él o no. Al fin y al cabo, la empresa ya está quebrada. Es tu decisión. —Levanté los hombros con absoluta indiferencia, esperando quitarle el placer de manipularme.

Por un instante, su mandíbula se tensó. Pero como siempre, disfrazó su frustración con soberbia. Gritó, de repente, con una voz que me hizo dar un paso atrás:

—¡Tu jefe te ordena que te subas! Tengo unos informes en casa y quiero que te dediques toda la noche a ellos.

Lo miré con asco.

—Estamos fuera del horario laboral —dije firme—. ¿No querrá usted recibir una demanda por acoso?

Esa vez no disimuló. Su rostro se deformó por la furia.

—¡Ya que la niñita consentida no necesita el trabajo, estás despedida! —gritó mientras aceleraba el auto, salpicando agua de la lluvia a su paso.

Me quedé allí, congelada. ¿Era en serio?

¿Me acababa de despedir solo porque no me acosté con él?

No podía creerlo. Hace meses no pedía dinero a mis padres. Todo lo que tenía lo sostenía sola, y ahora… ahora lo perdía todo por culpa de ese hombre.

Pero algo dentro de mí se rompió de manera distinta esta vez.

No era tristeza.

Era rabia.

Era determinación.

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