Me reincorporé rápidamente a mi asiento en la oficina, intentando calmar el temblor sutil de mis manos. Juliana llegó casi de inmediato, con una mirada curiosa y ese tono entre preocupada y chismosa que solía usar cuando algo no le cuadraba.
—¿Qué pasó? Te tardaste siglos, y... ¿fueron gritos lo que escuché? —preguntó con las cejas arqueadas.
—Nada, ya sabes cómo es el jefe —respondí con una sonrisa forzada—. Se molestó por un detalle del informe, pero ya está. Todo bien.
Juliana asintió, aunque me miró con una cara que decía claramente “no te creo nada”. Pero no insistió. Volvimos a sumergirnos en la rutina de la oficina, y yo en mis pensamientos. El aire entre nosotros se sentía tenso, como si algo más estuviera por estallar.
Pasaron algunas horas hasta que escuché nuevamente el grito:
—¡Ana, los informes!
Me levanté de inmediato. Sabía que otra discusión estaba en puerta, que quizá iba a recibir una nueva descarga de desprecio. Caminaba hacia su oficina cuando, justo antes de abrir