Capítulo 12

- Me arrepiento de prestarme a tus juegos Fabian-

Espete sin pensarlo

Fabián se levantó con una agilidad brutal, como una fiera al acecho. En un segundo estaba frente a mí. Me sujetó del brazo con fuerza y me lanzó de nuevo contra el escritorio. El golpe seco de mi cuerpo contra la madera me hizo estremecer.

—¿Que te arrepientes de qué? —espetó, con los ojos inyectados en una rabia que no sabía si era dolor, celos o puro ego herido—. ¿Estás segura? ¿Qué cambió en estos meses? Porque yo te vi muy tranquila siendo mi compañía cada noche. Muy complaciente. Muy mía. ¿Y ahora sales con esta rebeldía?

Se reía, pero su sonrisa era amarga, casi enferma.

—¿No será un tal Mathias el motivo? —continuó, inclinándose sobre mí—. Dime la maldita verdad, ¿quieres irte a pavonear con él? ¿Quieres que él sea quien te toque ahora?

Me hervía la sangre, pero el miedo también me apretaba la garganta. Sus palabras eran como cuchillos: afiladas, crueles, vacías de toda ternura.

—Eres mía, Ana —dijo con la voz baja, venenosa, como si fuera una sentencia—. Mía y de nadie más. Eres de mi maldita propiedad. Nadie más va a tocar tu cuerpo… no hasta que yo me aburra.

Como si mis sentimientos fueran una simple cláusula en un contrato que él controlaba. Como si yo no valiera nada fuera de su cama.

—¿Qué te pasa, Fabián? —le pregunté con los ojos encharcados, conteniéndome con uñas y dientes—. ¿Qué pasó contigo? Cuando te conocí eras diferente. Eras atento, tierno… ¿todo eso fue solo mientras me engatusabas? ¿Era ese el plan? ¿Envolverme para luego pisotearme?

Él desvió la mirada por un segundo, pero volvió con más dureza.

—No podía permitir enamorarme… no de una chiquilla torpe. De una niña mimada que tarde o temprano me dejaría por alguien más. Por alguien como Mathias. Como anoche.

Sus palabras no dolían solo por lo que decían… sino por lo que confirmaban: nunca me vio como su igual. Solo como algo que debía poseer antes de que alguien más lo hiciera.

Lo miré. Lo miré de verdad. Por primera vez sin la venda, sin la fantasía. Y dolía. Dolía darme cuenta que todo lo que sentía por él estaba mezclado con un veneno lento que me estaba matando el alma.

Mi voz salió baja, pero firme.

—Esto no va a terminar bien, Fabián.

Él soltó una risa seca, casi aburrida, y caminó hacia la ventana sin mirarme.

—Nadie te está obligando a quedarte —dijo con ese tono frío que ya se me estaba haciendo familiar—. Me da lo mismo. Así mismo tú y yo… no somos nada.

Se giró solo para lanzarme una mirada rápida, como quien ve pasar un papel más en su escritorio.

—No fuiste más que un respiro en la noche. Un cuerpo disponible. Un juego. Nada que no pueda olvidar.

Cada palabra fue una puñalada en el pecho. ¿Así se borraba lo que tuvimos? ¿Así de fácil?

Pero no me quebré.

Asentí. Me tragué el nudo en la garganta como si fuera fuego y di un paso atrás.

—Perfecto. Entonces esto se acaba aquí. Me cansé de suplicar por migajas disfrazadas de atención. Me cansé de tratar de entenderte cuando ni tú mismo sabes lo que sientes. Si alguna vez creí que esto era amor… estaba rota.

Él no respondió. Solo me sostuvo la mirada, como si esperara que me retractara. Pero esta vez no lo hice. Esta vez no me quedé.

Tome los informes. Me acomodé la camisa aún arrugada por sus manos, y salí de la oficina con la frente en alto y el corazón hecho trizas. Pero firme. Porque si él no iba a respetarme, entonces yo tenía que empezar a hacerlo por mí.

No sabía qué venía después.

Solo sabía que esto se acabó.

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