—No más mentiras, Fabián. No más.
Mi voz salió más fuerte de lo que pretendía, pero ya no tenía fuerzas para callarme.
Él se quedó quieto, con el celular aún en la mano, como si le costara entender lo que acababa de decirle. O como si le doliera, pero no supiera cómo responder sin hacerme más daño.
—Ana, yo…
—Te lo estoy pidiendo como nunca antes te he pedido algo —interrumpí, apretando las sábanas con los dedos—. No me ocultes más cosas. No decidas por mí. No me protejas a tu manera. Solo… dime la verdad. Siempre.
Fabián se acercó lentamente. Se sentó al borde de la cama con cuidado, como si temiera romperme con solo rozarme. Me miró largo, con esa mezcla de culpa y necesidad que últimamente habitaba en sus ojos.
—No sabes cuánto me duele todo esto —dijo, al fin—. Y no me refiero solo a lo que pasó. Me duele mirarte y saber que no confías en mí. Que piensas que lo haré todo mal, otra vez. Y puede que tengas razón… —se pasó la mano por el cabello, visiblemente frustrado—. Porque ya no