Desperté temprano. El sol filtrado por las cortinas daba una sensación engañosa de calma. Fabián ya estaba despierto, sentado junto a la ventana con un café en la mano. Sus ojos estaban perdidos en el paisaje, pero cuando volteó a mirarme, su expresión se suavizó.
—Buenos días —dijo con voz ronca.
—Buenos días —respondí, apenas audible.
Él se acercó y me besó la frente con una dulzura casi dolorosa. Pero yo no podía evitarlo. Había algo en mi pecho que necesitaba salir.
—Fabián… —empecé—. Me hiciste mucho daño.
Él asintió sin intentar excusarse. Se sentó en el borde de la cama, tomó mi mano entre las suyas y bajó la mirada.
—Lo sé. Lo sé, Ana. No hay un solo día en que no me arrepienta de haber permitido que esa mujer nos arruinara todo. Pero no era solo eso. Fui un cobarde. No supe elegirte cuando más lo necesitabas.
—Me gritaste, me juzgaste, me hiciste sentir sucia por algo que no existía. Me dejaste sola con mis dudas, mis miedos… Y cuando más dolía, tú te fuiste —mi voz tembló.
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