Capítulo 10

Justo cuando pensé que el mundo me sonreía.

Estaba bailando con Mathias, riendo, sintiendo que por fin me liberaba un poco de todo, cuando lo sentí. Esa sensación en la espalda. Ese escalofrío helado que solo aparece cuando sabes que algo —o alguien— está a punto de romper tu burbuja.

Me detuve. Sin razón aparente, solo paré. Giré la cabeza… y ahí estaba.

Fabián Ariztizábal.

Bajando con furia de una zona VIP, abriéndose paso entre la multitud como un huracán de rabia. Su mirada me atravesó. No era deseo. No era indiferencia. Era ira. Una mezcla peligrosa de celos y posesión.

*No. No, por favor.

Que sea cuestión de tragos.

Que sea una pesadilla.

Que no sea real.*

Pero lo era.

Me quedé congelada. Mathias me miró confundido, siguiendo la dirección de mi mirada. Y en cuanto lo vio, supo. Lo notó en mi cara, en la tensión, en la forma en la que el aire se volvió irrespirable.

Fabián llegó hasta nosotros. Respiraba agitado, con el ceño fruncido, las manos cerradas en puños.

—¿¡QUÉ CARAJOS HACES AQUÍ!? —gritó con la voz furiosa—. ¿¡QUIÉN PUTAS TE DIJO QUE PODÍAS ESTAR PAVONEÁNDOTE CON ESE VESTIDO!?

Su voz tronó en medio del bar como un relámpago. Algunas personas se giraron a ver. Mathias dio un paso al frente, interponiéndose sutilmente entre él y yo.

—¿Y tú quién carajos eres para hablarle así? —dijo Mathias, sin levantar la voz, pero con firmeza—. Estamos pasando una noche tranquila. De amigos. ¿Eso te molesta?

Fabián no respondió. Ni siquiera lo miró. Solo me miraba a mí. Como si yo fuera suya. Como si tuviera algún derecho sobre mi cuerpo, sobre mi ropa, sobre mi libertad.

Y entonces, como si el infierno no estuviera completo… llegó ella.

Verónica.

Apareció por detrás de Fabián, perfecta como siempre, tomándolo del brazo con fingida dulzura, como si no notara el drama en el ambiente.

—Perdóname, Fabian se me hizo un poco tarde —preguntó con una voz dulce, venenosa, mirándome de pies a cabeza con una sonrisa ladeada.

Claro por ella fue que no quiso que hoy fuera a la mansión, seguramente hoy estaría con ella.

Me sentí usada, Tonta y estupida.

El silencio fue espeso. El corazón me retumbaba en los oídos. Quise hablar, pero las palabras no salían. ¿Por qué estaba él aquí? ¿Por qué le importaba tanto si solo éramos... noches?

O al menos eso me decía para no romperme del todo.

Y sin embargo, ahí estaba, mirándome como si estuviera traicionándolo.

Como si él no fuera el que ya tenía una vida con otra. Como si no fuera él quien me pidió que no fuera a la mansión esta noche.

Como si... yo fuera suya.

Justo cuando yo iba a responder, Verónica giró hacia mí con esa sonrisa envenenada que ya me resultaba familiar.

—Ah… tú eres Ana, ¿no? La asistente. Ah sí, ya lo recuerdo —dijo con un aire de ironía tan sutil que solo una mujer podía detectar—. Qué bueno encontrarnos aquí. Es bueno salir a disfrutar después del trabajo —añadió con una inocencia que no le lucía, que se sentía tan falsa como su tono dulce.

Mathias me miró, confundido, mientras yo apretaba los labios, intentando no romperme ahí mismo.

—Ehhh, Fabián, vamos —siguió ella—. Seguramente Ana está con su grupo de amigos disfrutando… no importunemos.

Lo tomó suavemente del brazo, como si con ese gesto pudiera borrar todo lo que acababa de pasar. Como si su presencia bastara para reubicarlo en la escena y recordarle el papel que debía interpretar.

Fabián no se movió de inmediato. Solo me lanzó una última mirada. Una que me atravesó el pecho como una bala. Era una mezcla cruel entre rabia contenida y desdén. Una mirada que gritaba *"no eres nada"*, aunque yo supiera que no era cierto. Aunque mi corazón idiota siguiera creyendo que en el fondo, algo de todo esto le dolía.

—Es verdad —dijo finalmente, con la voz fría, seca, como si hubiera encendido un interruptor de indiferencia—. Qué más da.

Se acomodó la chaqueta con parsimonia y agregó, sin siquiera volver a mirarme:

—No llegues tarde mañana al trabajo. Tienes que entregarme los informes a primera hora.

Y sin más, se fue.

Así, como si nada.

Como si yo no hubiera significado ni una pizca de lo que él fue para mí.

Como si lo nuestro solo hubiera sido un error más de oficina. Como si fuera fácil para él apagar lo que aún me quemaba por dentro.

Y yo... me quedé ahí. Fingiendo que no me dolía. Fingiendo que no me partía.

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