Intenté seguir la noche como si nada. Reí un poco más, brindé con Diana y Sofi, y hasta fingí que bailaba con ganas mientras Mathias me tomaba de la mano. Pero ya no era igual.
Algo en mí se había apagado. O se había roto. No sé. Tal vez ambas.
La imagen de Fabián cruzando el bar, la rabia en su rostro, su voz gritando frente a todos... y luego, ese desdén calculado, esa forma de lanzarme a la indiferencia como si fuera basura. Todo eso me seguía como una sombra.
Y encima, los malditos informes.
—Te llevo, Ana. La noche nos la arruinó ese imbécil —dijo Mathias, con ese tono protector que usaba cuando intentaba hacerse el fuerte por mí.
Diana y Sofi nos siguieron hasta el estacionamiento. Ellas se fueron en su auto, con un beso en la mejilla y una mirada de esas que decían “escríbenos si necesitas”.
Yo solo asentí.
El camino en el carro de Mathias fue silencioso al principio. Él puso algo de música suave, como si con eso pudiera calmar el nudo que llevaba en el pecho. Pero, como siempre, no aguantó mucho.
—¿Quién era ese tipo, Ana? —preguntó finalmente, con las manos apretando el volante—. No tenías buena cara cuando lo viste.
Desvié la mirada hacia la ventana.
—Un compañero del trabajo... nada importante —mentí, con la voz más neutra que encontré.
—No parecía nada —contestó él, sin ocultar la molestia.
No dije más. No podía. No quería abrirme. No con él. No con nadie.
Cuando llegamos, le agradecí con una sonrisa forzada, un “gracias por traerme” que sonó más mecánico que real. Mathias me ofreció acompañarme hasta la puerta, pero le dije que no. Necesitaba estar sola.
Subí, cerré la puerta y me dejé caer por unos segundos sobre el sofá. Respiré hondo.
Me quité los tacones, busqué mi pijama, me amarré el cabello en un moño desordenado… y fui directo al escritorio.
Encendí el portátil, abrí la carpeta de los informes y empecé a escribir.
Porque si algo había aprendido, era que el mundo no se detenía por un corazón hecho trizas.
Y yo, rota o no, tenía que entregar ese maldito trabajo a primera hora.
……..,.
Dormí poco o casi nada. Terminé los informes cuando el reloj marcaba casi las tres de la madrugada, con los ojos ardiendo y el corazón más cansado que mi cuerpo. Aún así, me levanté temprano, me duché con agua helada para despejarme y elegí con cuidado qué ponerme.
Opté por una camisa blanca de botones, bien entallada, y un pantalón de tela oscuro que me delineaba la figura y realzaba mis curvas, especialmente la cintura y la clavícula. Me miré al espejo. Cansada, sí, pero digna. No iba a dejar que me vieran rota.
Llegué puntual, como siempre. Saludé al vigilante, subí en el ascensor y al entrar a la oficina, ahí estaba Juliana ya con su café en la mano.
—Buenos días —le dije con una media sonrisa.
—¡Ana! Uy, tienes una carita de trasnocho que ni pa' qué… Pero igual te ves divina. ¿Sabías que el jefe llegó temprano preguntando por los informes? Los pidió con urgencia y luego volvió a salir —me contó en voz baja, con ese tono de chisme que nos sacaba una que otra risa.
Asentí sin responder. Apenas iba a tomar mi café cuando lo vi entrar.
Fabián.
Su rostro serio, impenetrable, ni rastro de la furia de anoche… solo esa indiferencia que dolía más que cualquier grito.
—¿Los informes? —dijo sin mirarme realmente.
Salté de mi silla, los tomé con manos tensas y lo seguí a su oficina. Cerró la puerta tras de mí.
—Señor Ariztizábal, aquí están los informes. Quedo atenta a cualquier corrección —dije con voz firme, recta, como si no temblara por dentro.
Me giré para salir cuando escuché su voz cortante:
—¿Quién te dio permiso?
Me tomó por el brazo, sin suavidad, y me obligó a sentarme de frente encima de su escritorio. Su mirada era oscura, impenetrable.
—Parece que conmigo no te basta… y en una sola noche saliste a buscar quien llenara tu cama —escupió las palabras con prepotencia, clavándome los ojos con desprecio.
—Así son, ¿no? Las mujeres... nada les basta —continuó, como si fuera un juez dictando sentencia.
Se acercó, lento, dominante. Con una mano comenzó a desabotonar ligeramente mi camisa blanca, como si tuviera todo el derecho, como si yo le perteneciera.
Pero esta vez lo detuve. Firme. Sin temblar.
Tomé su mano con fuerza, lo miré directo a los ojos.
—No voy a permitir esto, Fabián. Estamos en horario laboral —dije con una seriedad que ni yo misma sabía que tenía.
Su expresión se tensó. Y antes de que pudiera decir algo más, solté la última bomba, esa que me había estado repitiendo toda la noche anterior:
—Le recuerdo que usted puso las reglas: solo somos sexo ocasional… en las noches.
Mis palabras cayeron como un balde de agua helada. Y por primera vez, sentí que el que estaba fuera de control… era él.