El calor era húmedo, pegajoso, pero no me importaba. Tenía la falda empapada por la brisa salada de la noche y un collar de conchitas mal colgado sobre el cuello. Reíamos. Diana tropezaba con cada piedra. Mathias caminaba delante de nosotros, cantando en voz alta cualquier canción que le venía a la cabeza. Íbamos borrachos, felices, idiotas.
—¡Un collar para la reina Gutiérrez! —gritó Diana, señalando un puestito con luces cálidas, donde una señora vendía pulseras y collares artesanales.
—Yo quiero uno —dije, tambaleándome, sintiendo cómo la risa me estallaba en el pecho como si fuera la única manera de no llorar.
—¡Uno para cada uno! ¡Hermandad de borrachos heridos! —gritó Mathias, abrazándonos a Diana y a mí.
Nos acercamos al puesto. Empecé a revisar los collares con torpeza, entre risas y tropiezos. Todo era simple, bonito. Lo único que me importaba era no pensar en Fabián. No pensar en ese nombre. En ese cuerpo. En ese bebé. En ese "nosotros" que nunca existió.
Hasta que lo vi.
De