—Lo mejor es que te quedes sola, tranquila —dijo Gerard en voz baja, posando su mano con cuidado sobre la mía.
Asentí sin fuerza, sintiendo cómo el corazón me latía como si quisiera salirse del pecho. Él salió y, al instante, entraron las enfermeras, los doctores… todos con un cuidado minucioso, con rostros serios, evitándome la mirada directa.
No decían nada concreto, solo que estaban pendientes, que me monitorearían constantemente. Pero no hacía falta que lo dijeran. El ambiente lo gritaba.
Algo no estaba bien.
Caí en un sueño profundo. O tal vez fue una mezcla entre cansancio, tristeza y el miedo que me carcomía el alma. Dormí. Dormí hasta que la mañana me despertó con un murmullo inusual.
Había movimiento afuera. Zapatos apresurados, puertas abriéndose, voces susurradas.
Y entonces la puerta se abrió de golpe.
—Vamos a movilizarla al último piso, piso privado —dijo una enfermera, ya rodeándome con una manta. Antes de que pudiera preguntar nada, vi los trajes oscuros, la mirada vig