Volvimos a la fiesta.
No sé si fue el calor de la playa, el sonido embriagador del reguetón o los tragos que empezaban a nublarme la cabeza, pero de repente me sentí ligera. Libre. Un poco rota, pero menos atada.
—¡Te odio, Fabián Ariztizábal! ¡Te odioooo! —grité con una copa en alto, tambaleándome en la arena.
Mentira. Lo amaba con cada pedazo de alma que aún no me había arrancado.
—¡Vamos, beban conmigo! —exclamé, repartiéndole tragos a Diana y a Mathias.
Ya no me sentía bien. El alcohol me giraba el mundo, me soltaba el llanto, me despertaba las ganas de marcar su número. Llamarlo. Gritarle. Suplicarle.
—¡Deténteeer, nenaaaa! —balbuceaba Diana, medio tirada en la arena, luchando por arrebatarme el celular—. ¡Mathias, no la dejes llamarlo! ¡Ese infeliz no merece ni una lágrima más!
Mathias, igual de borracho, intentaba quitármelo entre risas torpes. Y en medio de esa escena ridícula, terminamos los tres revolcándonos en la arena. Como niños. Como si el dolor pudiera evaporarse entre