Amaneció de nuevo.
Abrí los ojos lentamente, esperando encontrar su figura cerca, tal vez en la cama donde lo vi la noche anterior. En el sofá reclinable. Pero no estaba. Miré hacia la puerta del baño. Nada. Ni un ruido. Ni su voz.
El corazón me dio un vuelco.
Me incorporé con dificultad, sentí un leve mareo y un vacío extraño en el pecho. ¿Se había ido? ¿Así? ¿Sin decir nada? ¿Después de todo lo que me dijo, de sus caricias, de sus susurros al bebé? ¿De nuevo iba a abandonarme?
Pero justo cuando la ansiedad comenzaba a apretar en el centro de mi pecho, escuché pasos. Ligeros. Medidos. Se abrió la puerta.
Y no era Fabián.
—Hija —dijo mi mamá, con los ojos algo hinchados—. Por favor, no te alteres.
Mi papá entró detrás de ella, con esa seriedad que lo caracterizaba, pero con los ojos húmedos. Sentí un nudo formarse en mi garganta.
—Fabián nos contó —agregó él—. No creas que las cosas estén bien con él, no lo están, pero eso ahora no importa. Lo importante eres tú.
Me q