El silencio que quedó tras mis palabras fue sepulcral.
—El bebé es tuyo, Fabián —repetí, con el alma hecha pedazos.
Fabián se quedó de pie, como congelado. Sus labios temblaron, pero no logró articular palabra. La expresión en su rostro se desfiguró. Todo en él cambió de golpe. El color le abandonó la piel, y sus ojos se llenaron de una mezcla de incredulidad y un dolor que jamás había visto en él.
—No… —murmuró apenas—. No puede ser…
La tensión explotó como una bomba. El médico revisó rápidamente las máquinas, me tomó el pulso, pidió a la enfermera que me pusieran calmante y volvió a mirar a ambos con severidad.
—Una sola alteración más y no responderé por la salud de ninguno. Ni de ella, ni del bebé. Les pido que no sigan con las discusiones al menos delante de ella.
Mathias asintió, tenso.
Fabián no se movió.
Solo cuando el médico se fue, el silencio volvió. Pero era un silencio distinto… cargado, profundo, ahogado.
Y entonces, sucedió.
Fabián dio un paso adelante. Luego otro. Se