Distancia

El reloj marcaba las siete de la mañana cuando Eduard Wood abrió el dossier sobre la expansión internacional.

El despacho estaba en silencio, salvo por el sonido tenue de su pluma recorriendo los documentos.

Parecía completamente concentrado.

Parecía…

Porque llevaba minutos escuchando los pasos suaves que se detenían al otro lado de la puerta.

Golpecito suave.

—Pase —ordenó sin apartar la vista del papel.

La puerta se abrió lentamente.

Y Natalia entró como una sombra elegante.

Vestido ajustado, labios rojos, mirada que sabía exactamente lo que quería.

Eduard cerró el dossier con calma estudiada.

—No tenía una reunión contigo —dijo, aunque sus ojos ya recorrían sus piernas.

Natalia cerró la puerta con llave.

—No vine por trabajo —susurró, apoyándose en el marco, inclinándose lo justo para que él tragara saliva.

Eduard dejó la pluma sobre la mesa.

—Estoy trabajando.

—Interrúmpeme si quieres —contestó ella acercándose con paso felino—. O dime que me vaya.

Su perfume lo envolvió cuando llegó a su escritorio.

Ella se inclinó, rozándole la mejilla sin tocarlo del todo.

—¿Quieres que me vaya… Eduard?

Silencio.

Breve.

Tenso.

Explosivo.

Él se levantó de golpe, sujetándola por la cintura.

La empujó contra la pared con una firmeza que la hizo jadear.

—No deberías estar aquí —gruñó.

—Entonces échame —lo provocó, clavando las uñas en su camisa.

El autocontrol se rompió.

En segundos, Eduard la levantó, la sentó sobre el escritorio y apartó todo lo que había sobre él.

Papeles, contratos, plumas… nada importaba ahora.

—Siempre tan correcto delante del mundo… —susurró Natalia— y tan… salvaje cuando cierras la puerta.

Él la calló con un beso violento.

Hambriento.

Desesperado.

Cuando ella preguntó entre jadeos:

—Dime… que no piensas en ella.

Eduard se detuvo una fracción de segundo.

Luego la besó con más fuerza, casi con rabia.

Y después de eso no hubo palabras.

Solo piel.

Calor.

Y dos personas perdiéndose en algo que ninguno debería haber empezado.

Horas después

Eduard salió de la ducha con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.

No había dormido ni un minuto, no por culpa de Natalia… sino por culpa de sus propios pensamientos.

La boda.

Su madre.

El acuerdo.

Y Sofía.

Odiaba que su nombre apareciera en su cabeza sin invitación.

Lucas llamó a la puerta.

—Señor… la señorita Becker ya está en el coche. Hoy tiene que acompañarla a comprar el vestid—

—Lo sé —gruñó Eduard.

Se puso la camisa sin abrochar del todo, todavía irritado por sentirse… observado por su propio remordimiento.

Remordimiento inútil, porque él no le debía nada a Sofía.

O eso se repetía a sí mismo.

Al bajar al coche, Sofía lo esperaba sentada en el asiento del copiloto, con las manos juntas sobre las piernas.

Parecía nerviosa.

Demasiado nerviosa.

Cuando él abrió la puerta y se sentó, ella levantó la vista.

Y sus ojos se clavaron de inmediato en…

…la pequeña marca de pintalabios rojo aún en el cuello de su camisa.

Sofía apartó la mirada de inmediato.

No dijo nada.

Lo cual lo irritó más.

—Vamos —ordenó, sin intentar explicar nada.

El coche arrancó.

La tensión se hacía más pesada que el silencio

Sofía mantenía las manos apretadas en su regazo.

Miraba por la ventana, como si temiera que cualquier palabra fuera a molestar.

Eduard sentía esa actitud clavándose como agujas.

—¿Pasa algo? —preguntó con tono frío.

Ella negó rápidamente.

—No, señor Wood.

Ese “señor Wood” lo sacaba de quicio.

No sabía por qué.

—Vamos a elegir su vestido. Preferiría que intente… no parecer asustada.

Sofía tragó saliva.

—Lo intento —susurró.

Lo intentaba.

Siempre intentaba.

Y eso, de alguna manera, le dolió más de lo que admitía.

La boutique

La estilista casi se desmayó cuando Eduard entró con Sofía.

Le ofrecieron champán (que Sofía rechazó).

Le enseñaron vestidos caros (que Sofía apenas se atrevía a tocar).

Eduard observaba, cruzado de brazos, con la paciencia tambaleando.

—Pruébese ese —ordenó señalando un vestido de encaje beige.

Sofía obedeció.

Cuando salió del probador, el vestido le quedaba perfecto.

Hermosa.

Delicada.

Demasiado vulnerable.

La estilista aplaudió.

Eduard abrió la boca para decir algo…

Pero Sofía habló primero.

—No sé si este… es demasiado caro.

La estilista casi se atraganta.

Eduard cerró los ojos un segundo.

—Sofía —dijo como si contuviera un grito—. Este vestido es para su compromiso. No estamos en un mercadillo.

Ella bajó la cabeza.

—Perdone… yo solo…

—Solo ¿qué? —la cortó—. ¿Solo cree que no merece nada mejor?

El silencio cayó como un portazo.

La estilista desapareció discretamente.

Sofía tragó saliva, con los ojos húmedos.

—No… es solo que… nunca he usado algo así.

Eduard iba a responder, pero una punzada extraña le recorrió el pecho.

Se adelantó un paso.

—Míreme.

Ella levantó la vista, temblando.

—No diga eso nunca más. Puede usar lo que quiera a partir de ahora, no importa el precio.

Sus respiraciones estaban tan cerca que Sofía dio un paso atrás, como si le quemara.

—Lo siento… no quería molestar.

—No me molesta —dijo él demasiado rápido.

Demasiado sincero.

Demasiado tarde.

Porque Sofía se apartó por completo.

Y ahí, Eduard sintió que perdía algo que ni siquiera había admitido que tenía.

—Vístase —dijo finalmente, recuperando su tono frío—. Ya hemos terminado aquí.

En el coche de regreso

El silencio era un arma.

Sofía no levantó la cabeza en todo el trayecto.

Ni una palabra, ni un suspiro.

Eduard no entendía por qué le molestaba tanto.

Cuando llegaron a la mansión, ella abrió la puerta para bajar.

—Sofía —la llamó él desde el interior—. Aún no hemos terminado con los preparativos. Mañana será más—

—Lo siento —dijo ella sin mirarlo—. Haré lo que se espere de mí. Como siempre.

Y se bajó.

Cerró la puerta con suavidad.

Pero el impacto fue igual que un portazo.

Eduard se quedó viéndola alejarse.

Con esa sensación irritante, incómoda, insoportable…

como si por primera vez en mucho tiempo…

él fuera el problema.

El motor seguía encendido.

El corazón de Sofía también.

De repente se quedó parada. Pensó en la extraña actitud de Eduard durante el día y en la mancha de su camisa. Se dio la vuelta y apresurada regresó hasta el coche.

-Señor Wood, no pretendo llevar la contraria a mis padres… - se quedó callada durante unos segundos, dudando de si tiene fuerza para decir por primera vez lo que su corazón quería… y al fin se atrevió- ¡El compromiso queda anulado!

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