—Sabes qué… déjame en la siguiente dirección —dijo Maryam con la voz cansada, mirando por la ventana del auto.
Bernardo la observó de reojo, pero no insistió.
Detuvo el coche frente a un edificio discreto, elegante, pero algo solitario.
Maryam bajó con su maleta, el corazón golpeándole el pecho.
Caminaba sin rumbo fijo, pero el aire de la noche le devolvía cierta paz.
Aquel departamento de soltera había sido un regalo de su abuela, un refugio de juventud al que juró no volver jamás.
Sin embargo, allí estaba, buscando amparo, en el único lugar que aún olía a libertad.
Subió las escaleras lentamente.
Cada paso se sentía como un reproche, una confirmación de que su matrimonio se derrumbaba. Cuando abrió la puerta, el silencio la recibió como un eco de su propia soledad.
Encendió las luces. Todo seguía igual: los muebles cubiertos, un ramo seco en un florero olvidado, y el mismo cuadro torcido en la pared.
Sobre la mesa había un mensaje en su móvil. Lo leyó y sintió un escalofrío. Era de H