—Mónica…
Como si aquella palabra fuera un disparo directo a su corazón, Cristina retrocedió instintivamente, liberándose con un empujón seco que impactó en el pecho de Salvador. Apenas entonces lo notó con claridad. Si hasta ese momento había tenido solo sospechas de que él había estado bebiendo, ahora lo confirmaba con un dolor punzante que le atravesó el pecho. Salvador apenas podía sostenerse en pie. La camisa blanca, arrugada y con una mancha de vino en el costado, era la prueba evidente de su estado. Sus movimientos eran torpes, su voz arrastrada, y su mirada vagaba perdida como si no supiera dónde estaba. Todo en él hablaba de lo mismo: había bebido hasta caer en la ebriedad más absoluta, hasta perder la conciencia de sí mismo y de la realidad que lo rodeaba. Y como si esa degradación no fuera suficiente, Cristina lo vio derramar una lágrima. Una sola gota brillante que recorrió su mejilla en el mismo instante en que, con un hilo de voz tembloroso, volvió a pronunciar: —Mónica… Cristina lo entendió todo en ese preciso momento. No era un lapsus, no era casualidad. Ese nombre seguía vivo en él, incrustado en su memoria como una espina imposible de arrancar. Bajó la cabeza. Sus párpados se oscurecieron como si quisieran esconder la tormenta que se estaba formando detrás de sus ojos. Su corazón se contrajo, pero logró disimularlo. Se acercó, no para reclamarle, sino para intentar ayudarlo a recostarse. —¿Qué crees que haces? —la increpó Salvador, con la voz ronca, cuando sintió que ella lo sostenía del brazo—. ¡No te acerques a mí! ¡Tráeme a Mónica! La exigencia cayó como un golpe brutal. Y entonces ocurrió lo impensable. Como un hombre que había perdido todo sentido de la realidad, Salvador comenzó a caminar tambaleante por toda la habitación. Extendía los brazos hacia las paredes, golpeando muebles, arrastrando los pies como un ciego que buscaba con desesperación. —¡Mónica! ¡Mónica! ¿Dónde estás, Mónica? —gritaba, con una voz quebrada, a medio camino entre la súplica y el lamento. Cada repetición del nombre era como una daga que se clavaba en el pecho de Cristina. Ya no podía seguir viendo aquel espectáculo humillante. Dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta con lentitud, aunque el sonido de sus gritos se colaba sin piedad a través de la madera. Se quedó parada en el pasillo, con la espalda apoyada en la puerta cerrada. La madera fría se le clavaba en los omóplatos, y el silencio de la noche solo era interrumpido por los lamentos de Salvador, que no dejaba de repetir el nombre de su antigua novia. Cristina sintió frío. El aire de la madrugada era crudo, cortante, y le calaba hasta los huesos. Se frotó los brazos una y otra vez, intentando generar un calor que no llegaba. Miró hacia el pasillo interminable, oscuro, mientras la voz de Salvador seguía llamando a otra mujer, una y otra vez, como si estuviera invocando un fantasma. —Ni siquiera puedo irme a mi departamento… —murmuró con amargura. No era una obligación lo que la retenía allí. Simplemente, ya no tenía a dónde volver. Esa misma tarde, el pequeño lugar donde había vivido había dejado de ser suyo. El dueño, harto de los retrasos en la renta, seguramente ya había sacado todas sus pertenencias a la calle. “Debí haber traído por lo menos un abrigo”, pensó, frotándose con más fuerza los brazos desnudos. Sacó el celular del bolsillo de su vestido. La pantalla iluminó su rostro pálido en medio de la penumbra. Miró la lista de contactos con los ojos vacíos. No había nadie a quién llamar. Ni un amigo cercano, ni un familiar dispuesto a escucharla. Se dejó resbalar lentamente por la puerta hasta quedar sentada en el suelo. Abrazó sus rodillas y escondió el rostro entre ellas, buscando refugio en sí misma. Su estómago rugió con violencia. No había comido nada desde la noche anterior, para poder realizarse los exámenes médicos que el doctor le había pedido. El hambre, el frío y la soledad se mezclaban en un cóctel insoportable. —Casi me he quedado sin ahorros —susurró en voz baja, como si confesara un pecado—. ¿Será que alguien se molestará si tomo algo de la cocina? La idea le dio un pequeño impulso. Se puso de pie con cautela y miró hacia ambos lados del pasillo, asegurándose de que no hubiera nadie. Bajó las escaleras con pasos silenciosos, cuidando que los escalones no delataran su presencia. La cocina estaba sumida en penumbras. Abrió la refrigeradora, y la luz blanca la envolvió como un milagro inesperado. Allí, sobre una bandeja, descansaban varias manzanas. Sus ojos brillaron. —Manzanas… —murmuró, tomando una entre sus dedos. Una sonrisa leve, sincera, se dibujó en su rostro cansado. Cristina nunca había vivido en una casa tan grande. Desde que salió de la casa de su madre a los dieciséis años, solo había habitado pequeñas habitaciones alquiladas, lugares humildes que pagaba con su propio esfuerzo mientras estudiaba gracias a una beca. Nunca había pertenecido a una familia adinerada. Su padre la había abandonado antes de nacer, y su madre había caído en el infierno de las adicciones. Fue un milagro que Cristina llegara al mundo sana, y un milagro aún mayor que sobreviviera. Todo gracias a su abuela, la única que se apiadó de ella, la única que la cuidó con verdadero amor. Pero su abuela murió demasiado pronto. Y entonces, Cristina quedó sola. Con apenas once años, asumió el papel de madre de su propia madre. Cocinaba, limpiaba, estudiaba, mientras veía entrar y salir hombres desconocidos de la habitación de su progenitora. Hasta que una tarde, uno de esos hombres intentó entrar en la habitación de la niña. Ella escapó despavorida. Y nunca regresó. No porque no supiera el camino de vuelta, sino porque comprendió que, para su madre, ella nunca había sido importante. Aun así, nunca le guardó rencor. En lo más profundo de su corazón, la seguía amando. Se repetía que había llegado al mundo en el momento menos oportuno, que su madre solo era una víctima más de la vida. Pero con los años, su madre no cambió. La última vez que Cristina la visitó, llevándole comida, recibió una respuesta que la marcó para siempre: —Si no has traído dinero, puedes largarte por donde entraste. Cristina dejó la bolsa sobre la mesa, escribió su número en un papel arrugado y murmuró con voz quebrada: —Cuídese, mamá. La quiero. Aquella fue la última vez que se vieron. —Mamá… —susurró ahora, recordando aquella escena, mientras una lágrima descendía por su mejilla y la manzana resbalaba de su mano al suelo—. Tengo miedo de lo que me espera… Porque lo que la esperaba era un enemigo implacable. Leucemia. La palabra aún resonaba en su cabeza como un eco doloroso. La había recibido sola, en el consultorio frío de un médico desconocido. El diagnóstico explicaba cada mareo, cada dolor, cada debilidad. Pero también le robaba cualquier esperanza. El tratamiento era demasiado costoso, y ella ya casi no tenía ahorros. Nadie lo sabía. Ni siquiera Josué, el hombre que había sido su pareja, conocía la verdad. Por eso, cuando Salvador le propuso matrimonio, aceptó. No por amor, sino por necesidad. Era consciente de que él la despreciaba, de que jamás la vería con afecto. Pero ¿acaso en la guerra y en la enfermedad no todo estaba permitido? Cristina recogió la manzana del suelo, la lavó en silencio y le dio un mordisco. El dulzor llenó su boca y por un instante le devolvió la paz. —Qué dulce y jugosa… —susurró, devorándola lentamente. La luna entraba por la ventana, bañando con su luz plateada el anillo en su dedo. El brillo frío del metal le recordó que aquel vínculo duraría tanto como Salvador quisiera. Miró el anillo fijamente y murmuró: —Hasta entonces… tendré que ocultarlo. Seguiré con mi vida normal. No voy a permitir que nadie tenga lástima de mí. --- Al amanecer, los primeros rayos del sol se abrieron paso entre las gruesas cortinas color vino que apenas cubrían las ventanas de aquella habitación. La luz, filtrándose en destellos dorados, fue arrancando de la penumbra las huellas del desorden dejado la noche anterior. Botellas vacías se encontraban volcadas sobre la alfombra, algunas aún con restos de líquido oscuro que impregnaban el aire con un fuerte olor a alcohol. La ropa estaba dispersa en sillas y rincones, como si un torbellino hubiese pasado por allí. En medio de ese caos, un cuerpo comenzó a moverse lentamente, como quien despierta de un sueño pesado, o más bien de una inconsciencia forzada por el exceso. Los ojos azules de Salvador se abrieron con dificultad. Apenas podía mantenerlos abiertos; la luz le resultaba insoportable, como cuchilladas que atravesaban sus párpados. Una punzada lo golpeó en la sien con la brutalidad de un martillo, recordándole cada trago de whisky, cada copa de vino y cada vaso que se había empeñado en vaciar la noche anterior. —Mierd@ —murmuró con voz áspera, la garganta reseca como si hubiese tragado arena. Se incorporó con torpeza en la cama, apoyando una mano sobre el colchón arrugado y la otra en su frente. Miró alrededor con ojos vidriosos, apenas distinguiendo los destrozos que él mismo había provocado. La lámpara de la mesita estaba caída en el suelo, su pantalla rota. Una silla de madera yacía volcada junto a la puerta del baño. El espejo del tocador mostraba una línea opaca en el centro, recuerdo de un golpe que había descargado en un arrebato de furia. El nombre que retumbaba en su mente era siempre el mismo. “Mónica…” Había repetido aquel nombre en un murmullo desquiciado, creyendo en su borrachera que, al invocarla, ella regresaría, como si su voz pudiese romper distancias y borrar errores. Había pronunciado “Mónica” decenas de veces, con la esperanza desesperada de traer de vuelta lo perdido. Pero la resaca de la realidad le recordó lo que ya sabía: Mónica no volvería. El rostro de Salvador se endureció y, con un nudo en la garganta, un nuevo nombre escapó de sus labios. —Cristina… —susurró, casi con recelo, como si la palabra envenenara el aire—. D-dónde… ¿Dónde estaba ella? Se puso de pie de un salto, tambaleándose, con los pies descalzos sobre la alfombra húmeda por restos de licor. Caminó hasta el baño con pasos apresurados, abriendo de golpe la puerta. El eco de su respiración fue lo único que contestó. Vacío. No había nadie. El corazón se le aceleró, no por miedo, sino por la furia que lo quemaba por dentro. ¿Acaso se había escapado? La idea lo atravesó como una daga. Rápidamente, se lanzó hacia la mesita donde había dejado su billetera. La abrió con manos temblorosas y revisó el interior, buscando desesperadamente sus tarjetas. A cada segundo su mente elaboraba escenarios: Cristina tomando el dinero, huyendo en la madrugada, riéndose de él a sus espaldas. No confiaba en ella. Eso lo sabía desde el principio. Odiaba admitirlo, pero aquella mujer le generaba desconfianza desde la primera vez que cruzó miradas con ella. No había cariño entre ellos, apenas una fachada impuesta, un matrimonio tejido con hilos torcidos. La detestaba, y estaba convencido de que nunca podrían llevarse bien. Pero aunque la odiaba más que nada, había un hecho irrefutable que lo atormentaba: la necesitaba. Se llevó la mano al cabello, jalándolo con violencia, como intentando arrancarse los pensamientos. La rabia lo impulsó a rugir con la fuerza de un animal herido. —¡Cristina! —bramó como un león, su voz resonando en toda la casa, desgarrando el silencio del amanecer. Su grito fue tan intenso que hasta la empleada, una mujer mayor de rostro cansado, apareció en el pasillo, aún con la bata puesta, sorprendida por la furia que había estallado. —Señor… —balbuceó, aún medio dormida, inclinando la cabeza con respeto. —¡¿Dónde carajos está mi esposa?! —exigió Salvador, con los ojos encendidos de ira. La mujer lo miró con miedo, pero guardó silencio. Las palabras parecían habérsele atascado en la garganta. —¡Búscala! —vociferó golpeando la pared con la palma abierta—. Busca en cada habitación y cuando la encuentres dile que de mí nadie se burla. ¡Nadie! La empleada asintió con un gesto nervioso y salió apresurada, casi tropezando con las escaleras, decidida a obedecer sin rechistar. Salvador bajó entonces hacia la sala, cada paso suyo un estruendo que hacía vibrar la madera de la escalera. Su respiración era pesada, y mientras descendía, pasaba una mano por su cabellera desordenada, intentando recuperar la calma que no tenía. Con la otra mano sacó su celular. Si Cristina había escapado, no tardarían en encontrarla. Para eso tenía hombres de seguridad rodeando la casa. Marcó un número con dedos temblorosos. —Señor —contestó una voz al otro lado de la línea, firme, obediente. Pero Salvador no respondió enseguida. Se quedó mudo, petrificado por lo que tenía justo frente a sus ojos. La llamada perdió sentido en ese instante. —Sigue con tu trabajo —musitó entre dientes, y colgó de inmediato. Allí, en la sala, ante sus ojos, se encontraba lo que había estado buscando con tanta desesperación. Cristina. Reposaba como un ángel caído, dormida plácidamente en el sofá. Sus cabellos oscuros estaban enredados, extendidos sobre un cojín, y uno de sus dedos rozaba suavemente la comisura de sus labios. Su pecho subía y bajaba con tranquilidad, ignorante del caos que la rodeaba. En aquel momento, Salvador se quedó inmóvil, mirándola. No podía comprender la contradicción que despertaba en él esa imagen. Nunca la había visto así. Nunca había contemplado en Cristina otra cosa que no fuese desafío, altanería, orgullo. Y sin embargo, allí, en medio del amanecer, ella parecía tan distinta, tan vulnerable. Vulnerabilidad. La palabra lo golpeó en lo más profundo. Se quedó en silencio, observándola como si fuera la primera vez que la veía de verdad.