Mis ordenes

Cristina se removió en el sofá. Ni siquiera llevaba una manta que la cubriera del frio, su cuerpo había caído rendido anoche al contacto con el sofá, sus rodillas se doblaban ligeramente como queriendo protegerse del frío que transmitían las paredes que la rodeaba, ajena a lo que se acercaba, ella continuaba en su sueño profundo.

El amanecer se filtraba tímido por las rendijas de las cortinas, pintando la sala con un gris tenue. El silencio era casi absoluto, solo interrumpido por el leve crujir de la madera bajo los pasos de Salvador. Él estaba ahí, erguido en penumbras. Había bajado desesperado, creyendo que Cristina se había escapado, que le había hecho lo mismo que Mónica, y esa idea lo llenaba de rabia, una que solo podía compararse con la erupción de un volcán. Sin embargo, esa erupción se detuvo de repente, cuando halló al objeto de su búsqueda completamente dormida en el sofá de su sala.

Ahí, en una posición fetal. La observó sin pestañear. Primero su respiración tranquila, luego el perfil suave de su rostro, y al final, inevitablemente, sus labios. Los mismos que había saboreado en la ceremonia, obligados a un beso que todos presenciaron, mientras por dentro él se revolvía en contradicciones. Odiaba admitirlo pero esos labios estaban intactos en su memoria.

¿Pero por qué? ¿Por qué no poder borrar un beso insignificante? Él había besado muchas veces a muchas mujeres en el pasado, ¿Qué tenía Cristina de especial?

Entonces, su rostro cambió, y una punzada de rabia se apoderó de su expresión. La paz de Cristina lo golpeaba como un látigo. ¿Cómo podía dormir con tanta serenidad? Claro, con el dinero que él daría, ella ahora podía estar tranquila, sin preocuparse por trabajar. No había duda que está mujer era solo una interesada.

Se inclinó un poco más, el ceño fruncido, los hombros tensos. Era como si la calma de ella se burlara de él. Y entonces, Cristina abrió los ojos.

Parpadeó una vez, desorientada. Lo vio allí, rígido, imponente, mirándola desde arriba como un juez severo. El aire cambió de inmediato; la sala, que segundos antes parecía tranquila, se llenó de tensión.

—¿Qué demonios haces aquí abajo? —su voz grave cortó el silencio como un latigazo—. ¿Por qué no estabas en la habitación? —le reclamó Salvador.

Cristina lo sostuvo con la mirada, aún sentada, con una calma que era más peligrosa que cualquier grito. No parpadeó, no bajó los ojos, simplemente no se inmutó.

—No necesito pedirte permiso para decidir dónde dormir —respondió con un filo helado, casi insolente.

Las palabras le atravesaron como cuchillos. Salvador sintió que la mandíbula se le tensaba, que los dientes rechinaban por dentro. No estaba acostumbrado a que lo desafiaran, y mucho menos con esa serenidad que le robaba el poder.

—¿Perdón? —se acercó un paso, inclinándose apenas hacia ella, como si la distancia reducida bastara para que ella cambiara su postura.

Cristina se incorporó lentamente, con un gesto pausado, acomodando un mechón rebelde de su cabello. Sus ojos, fijos en los de él, eran un reto que ella sabía muy bien como mantener, no era la primera vez que se enfrentaba a alguien con un carácter como el de Salvador.

—Lo que escuchaste. —Su voz era baja pero segura—. No tengo por qué dar explicaciones de lo que hago, después de todo solo soy tu esposa, no una empleada.

La respuesta de Cristina hizo que él apretara los puños. Jamás lo habían desafiado de esa manera.

—¡Te recuerdo que estás en mi casa! —fue lo único que se le ocurrió decir para callarla—. Aceptaste esto por dinero, eso te convierte en alguien que debe seguir mis órdenes.

—¿Tus órdenes? —ella carcajeó cubriéndose levemente los labios, gesto que no se le hizo para nada gracioso a Salvador—. Recuerdo que firmé unos papeles donde acepto ser tu esposa, más no tu empleada. 

—¡No juegues conmigo, Cristina! —gruñó Salvador con la respiración densa y los ojos cargados de amenaza.

Ella arqueó apenas una ceja. Sus labios dibujaron una curva irónica, era claro que ella no le temía.

—¿Jugar contigo? —repitió—. No me interesa, Salvador. Yo solo cumplo con mi parte del trato, aparentar ante los demás, aunque si vas a estar gritando el nombre de Mónica, no puedo hacer mucho.

El impacto fue brutal. Mónica. Bastaba con esa insinuación para derribar sus defensas. Una sola palabra bastaba para arrancarle el control.

Cristina lo vio y continuó, ¿Qué había creído él? Que se había olvidado o que simplemente lo omitiría de su mente.

—¿Verdad que gritabas su nombre anoche? Espero que al menos hayas despertado mejor.

La humillación le estalló en el pecho como un golpe. Salvador la tomó del brazo con brusquedad, haciéndola levantarse de golpe. El contacto fue duro, casi doloroso, y la atrajo hacia sí con tanta fuerza que el aire pareció comprimirse entre ambos.

—Ten cuidado con lo que dices —escupió, con la rabia a punto de quebrarle la voz.

Pero Cristina no retrocedió. Se mantuvo erguida, el mentón en alto, la mirada clavada en la suya como una daga.

—¿Y si no? —susurró, con un tono que era pura provocación.

El aire se volvió insoportable. La tenía entre sus manos, el cuerpo de él rozando el de ella. Pudo sentir su respiración, el calor de su aliento, el perfume tenue de su piel. Y sus ojos, traidores, descendieron de nuevo a esos labios. Rosados, suaves, insolentes.

Un deseo amargo le atravesó el pecho. Se maldijo en silencio. ¿Cómo podía desear lo que al mismo tiempo quería destruir? 

El agarre se endureció. Ella tembló un segundo, no de miedo, sino de desafío. Salvador podía sentirlo: no era sumisión lo que había en su mirada, era fuego.

Y justo cuando la tensión estaba a punto de quebrarse, la realidad irrumpió.

—Señor… —la voz temblorosa de la empleada resonó desde la entrada.

Salvador giró bruscamente la cabeza. La mujer estaba en el umbral, con las manos entrelazadas en el delantal, pálida de nervios.

—No he encontrado a la señora… —empezó a decir, y se detuvo en seco al ver la escena: Cristina atrapada entres las manos de Salvador.

Él soltó a Cristina de golpe, como si el contacto lo hubiera quemado.

—Está aquí —respondió con frialdad, sin apartar la vista de la sirvienta—. Vuelve a tus labores.

La mujer asintió rápido, con el rostro encendido, y huyó tan veloz como había entrado.

Una vez que estuvieron nuevamente a solas, Salvador la miró en silencio, sus ojos azules destilaban odio puro y no existiría nada en este mundo que haría que eso cambiara.

Finalmente él dió media vuelta, subió las escaleras que lo llevarían al pasillo y luego a su habitación.

Cristina observó en silencio, y solo cuando se aseguro que nadie la miraba o escuchaba, cerró los ojos y se frotó los hombros, mismos dónde Salvador había tenido sus manos apretándola.

La piel de Cristina ya era delicada, había días en los que despertaba con pequeñas manchas producto de la enfermedad, y ahora ella estaba segura que las manos de Salvador en sus hombros dejarían marcas.

—Solo será temporal —se dijo así misma, frotando sus brazos mientras pensaba si realmente aguantaría vivir con Salvador, pero no le quedaba otra opción, ¿A quien más acudir cuando se estaba solo en el mundo?

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