La mañana después de la cena es un campo minado de silencios. He pasado la noche reorganizando mis defensas, canalizando esa abrumadora mezcla de deseo y furia que Cassian me provocó. El beso en el pasillo, esa confesión borracha, no es más que una herramienta. La usaré para mantenerlo desequilibrado mientras busco la llave de su cajón.
El laboratorio de neuroinvestigación, mi templo, se ha convertido en el escenario de nuestra tregua forzosa. Trabajamos en la Unidad de Monitoreo Remoto del paciente Silencioso. Cassian se ocupa de las lecturas de fMRI, y yo analizo los datos electroencefalográficos (EEG).
—El patrón de actividad en la corteza prefrontal sigue siendo... escurridizo —murmuro, mi voz es estrictamente profesional.
—Es un reflejo de su condición. La 'ceguera' cortical no es total. Hay picos de actividad residual que no encajan con los daños estructurales —replica él, su tono igual de austero. Ninguna referencia a anoche.
De repente, mi monitor se apaga. El equipo de