El sol de la mañana ya se había convertido en la luz perezosa de la tarde, filtrándose suavemente por los ventanales del ático. Después de la dulce locura de la miel y el sexo, nos quedamos en la cama, totalmente entrelazados, escuchando jazz instrumental que Alex había puesto a sonar en algún altavoz invisible.
La urgencia había desaparecido, reemplazada por una calma tan profunda que me asustaba. Era la primera vez en años que no sentía la necesidad de hacer nada, ni de revisar un expediente, ni de planificar la cena, ni de preocuparme por el mañana.
Alex acariciaba mi espalda con una mano lenta, el ritmo tan constante que era casi hipnótico. Yo dibujaba patrones abstractos en su pecho, sintiendo el latido firme bajo la piel.
—¿En qué piensas? —me preguntó, su voz baja y somnolienta.
—En nada importante. Solo me pregunto si existes de verdad o si estoy anestesiada y esto es un sueño inducido por estrés —respondí, pegando mi oreja a su corazón.
—Soy muy real, Princesa. Y muy de carne