El agua del jacuzzi era tan cálida que me hacía sentir líquida, sin bordes, fundiéndome lentamente en la noche y en Alex. La vista desde el piso de cristal era una locura: miles de luces de la ciudad, un mar de destellos brillantes bajo un cielo teñido de terciopelo. Podías sentir la energía de Nueva York, pero dentro de esta burbuja de vapor y cristal, solo existíamos nosotros.
Estábamos abrazados, la cabeza de Alex apoyada en mi hombro, el sonido rítmico de los chorros de agua ahogando nuestros jadeos y risas. La pasión había estallado hacía un rato, intensa, hambrienta, pero ahora era suave, profunda.
—¿Estás bien, Princesa? —Su voz era ronca y baja, resonando directamente en mi oído.
—Estoy... en el paraíso. Demasiado bien, Alex —respondí, moviendo un poco la cabeza para besar su mandíbula mojada. Olía a jabón de jazmín y a hombre mojado, una mezcla que se estaba convirtiendo en mi perfume favorito.
—No me mires así —dijo, levantando la barbilla—. Me miras como si esto fuera a des