El metal frío de la manija de la puerta del St. Jude’s me quemó la palma de la mano, un recordatorio brusco de dónde estaba. El contraste era un golpe: del satén suave y el aire acondicionado filtrado del ático, al olor acre de desinfectante y el rumor constante del hospital. Un solo día en el mundo de Alex había reescrito mi biología. Me sentía ligera, sexy, como si llevara un secreto brillante tatuado en la piel, un secreto que mis batas quirúrgicas no podían ocultar.
Fui directamente al puesto de enfermería, revisando el cronograma de cirugías. Mi cerebro, el cerebro de la neurocirujana, estaba en modo on, pero mi corazón seguía en el off, soñando con waffles y miel.
Lo primero que hice fue buscar a Cassian. No estaba en su oficina. Su nombre no aparecía en la pizarra de procedimientos, y su auto no estaba en el estacionamiento. Su ausencia me hizo sentir incómoda, casi más que su presencia. No era alivio, era el terror de la calma antes de la tormenta. Cassian no renunciaba. Si no