La mano de Alex es cálida, firme. El recuerdo del frío acero de Cassian en el pasillo del hospital es reemplazado instantáneamente por esta electricidad extraña. Su sonrisa es una invitación al desorden que intento mantener a raya.
—Será un placer, Dr. Vance —responde, su voz es grave y tiene ese tono de quien sabe que acaba de dejarme sin aliento.
Suelto su mano abruptamente y me giro hacia la entrada del edificio. Necesito moverme, romper la parálisis que me provoca su presencia.
—Vamos. Entremos.
Alex recoge sus maletas, que son elegantes, de cuero oscuro, y me sigue. Entramos en el vestíbulo de mármol y acero pulido. Es un espacio que me da calma, pero con él detrás, se siente como una caja de resonancia para mi ritmo cardíaco acelerado. Saludo al celador con un asentimiento breve y me dirijo a los ascensores privados.
—Piso cincuenta y cuatro —digo, presionando el botón.
El ding del ascensor que llega es ensordecedor. Entramos. Y el infierno se vuelve metálico y claustrofóbico.
Es