El reloj del apartamento marcaba las diez y media de la mañana, pero el sol ya estaba alto, filtrándose a través de las cortinas semitransparentes del ventanal. En el aire flotaba el olor del café recién hecho, mezclado con el silencio espeso de una jornada que ambos sabían que sería interminable.
Nathan estaba de pie junto a la ventana, sin camisa, con el teléfono apagado en la mano. Miraba hacia la ciudad con los ojos perdidos, observando el movimiento allá abajo: periodistas apostados frente al edificio, autos frenando, flashes que se encendían incluso a la distancia.
Había dado órdenes de no dejar pasar a nadie. Ese día, la oficina podía esperar.
Logan salió de la habitación despacio, con el cabello húmedo y una camiseta de Nathan puesta, que le quedaba un poco grande. Caminó descalzo por el suelo de madera, con los pasos lentos de alguien que aún intenta asimilar lo que ha pasado. Se detuvo detrás de Nathan, sin decir nada.
—Están afuera —murmuró Nathan sin girarse—. No paran de