La oficina de Nathan se había vuelto, de forma involuntaria, el lugar favorito de Logan. No era suya, claro está, pero el descaro con el que se apropiaba del espacio hacía que pareciera lo contrario. Aquella mañana estaba sentado como siempre en la silla ejecutiva frente al escritorio de Nathan, con los pies alzados sobre la superficie impecable de la mesa, mientras devoraba con una calma insultante una fresa bañada en chocolate. El dulce provenía directamente de la pequeña nevera personal que Nathan guardaba en un rincón, y que Logan había tomado como su propio tesoro privado.
El crujido de la fruta cubierta resonaba en el silencio del lugar cuando Nathan, de pie junto a la ventana revisando unos documentos, giró lentamente la mirada hacia él. El brillo helado en sus ojos dejó claro que su paciencia tenía límites.
—Te estás confiando demasiado, Logan. Y no soporto a la gente confianzuda —dijo con voz firme, cada palabra medida y cargada de advertencia.
Lejos de intimidarse, Logan sol