La lluvia de la noche anterior había dejado un aroma a tierra mojada y un aire fresco que se colaba entre los ventanales de Étoile. Pamela se encontraba sola en el estudio principal, observando su reflejo en el espejo mientras estiraba sus brazos con la precisión que solo los años de disciplina podían otorgar. Su cuerpo danzaba, pero sus pensamientos seguían enredados entre los ojos de Abigail, la fragilidad de su voz y la ternura con la que se aferraba a su hermano. Todo lo que había creído saber de Cristhian se había desmoronado para revelar una versión aún más humana, más dolorosa… más verdadera.
Una leve tos interrumpió el silencio del estudio. Matías estaba apoyado en el marco de la puerta, con su abrigo empapado por la llovizna matutina.
—¿Puedo pasar? —preguntó, con un tono más suave de lo habitual.
Pamela asintió, sin detener su estiramiento.
—Ya lo sabes, ¿verdad? —preguntó él, adivinando la respuesta en su mirada.
—Sí —respondió sin rodeos—. Fui a verlo. Fui a verla… a Abiga